Esta es la escena: un alumno describe a su profesor la épica del estallido social en Chile. Mientras habla, el joven mira al viejo con solemnidad y las cejas se le arquean como si desde las pupilas fuera a dispararle una flecha de verdad. El profesor escucha perplejo las exhalaciones que su alumno libera antes de pronunciar cada palabra. Todo es, cómo decirlo, entre idílico y germinal. Pero casi al cierre, para aludir a la Universidad, el estudiante comienza así la frase: «Yo como cliente…»
Lo que parece una fábula es una muestra (pequeña y quizá poco significativa) de algo más que una persona conceptualmente errática, que mientras manifiesta su desprecio al sistema simultáneamente lo afirma. Esta historia verídica refleja en parte el proceso de mercantilización de las universidades y el consiguiente clima asfixiante y filisteo que satura (o podría saturar) todos los ámbitos de la vida universitaria: el ritmo de la clase, la relación profesor-alumno, el debate, la relevancia académica en la esfera pública, etc.
Si Chile es el país donde el neoliberalismo ha sido concebido y donde debería morir ¿por qué no considerar la influencia que ha tenido en nuestras universidades, tanto privadas como estatales?
Algunos autores sugieren que esta mercantilización es la consecuencia del enorme crecimiento y complejidad de las universidades. Fruto de la desmesura, se habrían visto obligadas a recurrir a personal cada vez más especializado, mientras los académicos se replegaban en sus cátedras, alérgicos al trabajo administrativo. Que la fisonomía general de la Universidad ya no dependiera exclusiva o mayoritariamente de los profesores sería, en parte, el resultado de este fenómeno.
En su libro Cultura, Terry Eagleton considera este proceso como un ejemplo de la victoria capitalista, e ilustra la premisa con el caso de una institución británica que para optimizar los espacios de su nueva sede ¡prohibía a los docentes tener libros en sus oficinas!
Si Chile es el país donde el neoliberalismo ha sido concebido y donde debería morir ¿por qué no considerar la influencia que ha tenido en nuestras universidades, tanto privadas como estatales? Aunque paulatino, el desarrollo de una cultura individualista y de consumo inconsciente ha ido penetrando las salas de clase: hay estudiantes que entran a ellas con la desinhibición del que compra poleras o celulares y con las mismas expectativas de un cliente compulsivo. A veces su búsqueda del saber queda restringida a una experiencia diminuta y práctica y desprecian tanto la lectura como la reflexión. Algunos no toleran mucho el trabajo en equipo y cada vez que es posible expresan su malestar a profesores vacilantes que ellos ven, ciertamente, como mayordomos del aula. Los alumnos –cada vez con más intensidad– evitan dinámicas colectivas y muchas veces, precisamente por lo anterior, ignoran la exposición del profesor mientras implique al curso entero. Ellos esperarán su turno para que las cosas dichas en público se enseñen ahora en privado.
Lo que asombra de lo anterior es que dicho así parece un comentario antojadizo y sin asidero que choca con todas las expresiones de la contingencia: uno ve las marchas multitudinarias, la energía social, el impulso de las redes sociales y parece que los más jóvenes no conocen otro camino sino el de la participación, la equidad y los justos ideales. Pero de esto se trata precisamente. La realidad no tiene un solo rostro. Pensar sobre sus disparidades e incongruencias y ver hasta dónde nos lleva esa reflexión es la oportunidad que se nos ofrece ahora.