Para no envidiar primero hay que envidiar. Experimentar la envidia. La fuerte envidia porque envidia suave no es envidia, apenas recelo. Ignoro si he sido envidiado, pero he envidiado. Como perro hambriento, algunas veces.
Recuerdo vivamente la envidia que sentí hacia mi gran amigo de la infancia cuando, saliendo de ella para penetrar en la excitada adolescencia, empezó él a robarse las miradas y los deseos de las amigas y sus risas cómplices –esto último era lo más doloroso. La vecina invitaba a sus compañeras de curso en lote, de a seis o siete cada vez, y a mí me gustaban todas, pero todas, abandonando un efímero interés inicial que me había hecho alucinar y hervir, se deslumbraban ahora con mi amigo, compañero de tantas andanzas aún hoy inconfesables.
Aunque él era menos raquítico que yo, apodado queltehue por la ironía familiar, y tenía un año más y un mechón que a mí el colegio me prohibía, no éramos la Diferencia Misma. Por eso no me cabía en la cabeza la desigual, la asimétrica atención concitada por él en comparación a la no concitada por mí. Tal vez expelía algún olor juvenil que yo no. O tenía mejores tajos en la ropa. Y seguro que la enorme y derruida casona en la que vivía le prestaba un aura misteriosa. Lo cierto es que la yesca amarga que masqué marcó el comienzo del fin de esa amistad, fin que se vería coronado años después cuando en las fiestas de colegio me tocara dar vueltas y vueltas por alrededor de los gimnasios habilitados como discotecas, las llamadas lolotecas, mirando cómo en el centro mi amigo bailaba con mis antiguas pretendidas y otras, dándose besos y bromeando de lo lindo.
Es un sentimiento pequeño e inmenso, la envidia. Pequeño por lo que implica –la ruindad humana desbocada–, inmenso por lo que explica. Porque, de alguna manera, lo explica casi todo. Especialmente si consideramos que el consuetudinario tacle desleal es tan sólo su manifestación más visible y los celos su hipertrofia en el plano amoroso.
Cierra mundos, amistades, amores, proyectos, la envidia.
No lleva a nada.
O casi.
Porque bien conducido es un sentimiento que puede empalmar con cierto orgullo, que bien llevado, a su vez, puede propiciar, abrir algunas cosas. Una estrategia que traiga como efecto asociado, aunque secretamente central, el atraer esas atenciones mezquinadas, por ejemplo. Pero eso suele acabar mal, pintándose monos penosamente, como por aquel entonces se le decía al hacer cosas graciosas sin lograrlo. Y si hay algo peor que ser humillado por las gracias del otro es serlo por las desgracias propias.
Fue un balde de agua fría a la vanidad adolescente esa disparidad enervante. Cierta inseguridad, desde entonces, domina mis pasos sociales. Pero a la larga de todo eso salió algo que aprecio y cuido como las primeras barbas: una vigilancia crítica, la conciencia acerada de la envidia que fatalmente surge pero que, razonada, se evidencia rápido en su malignidad, por lo cual desde temprano intento, no evitarla porque es imposible, pero sí sofocarla, amainarla, reducirla a casi cero o mantenerla a raya, acotada: como la necesidad de reconocimiento es algo humano, demasiado humano, la envidia no se extirpa del todo de ningún corazón. Pero tomar conciencia de ella fortalece el único tratamiento posible.
Si lo negativo que implica la envidia lo conocemos y está más o menos establecido –odiosidad improductiva, pequeñez, mala leche, deslealtad–, cabe la pregunta acerca de qué hay o pudiera haber de bueno en ella. O, más que en ella, derivado de ella, ¿surge algo rescatable? Pienso que sí, al menos una cosa, una, pero relevante. La decidida superación de uno mismo. Sólo superándose a uno mismo se podrá superar al otro. Que luego, en los hechos, se lo supere o no da lo mismo, es infinitamente menos importante que la condición previa, es decir esa superación de uno mismo que implica un movimiento que sí puede ser creativo, productivo, en la medida en que nos pone en una senda de auto inspección aguda, severa, donde no hay miseria o bajo sentimiento que se imponga ante la fuerza feroz de querer dejar de lado al mediocre que se ha sido, ese que se vio, por ejemplo en la infancia, en el amargo trance de sentir envidia por alguien a quien no admiraba. Porque si hay admiración genuina no hay envidia. Pero para haber admiración tiene que haber grandeza en uno y en el otro una obra, un carácter. O mediar la edad o, idealmente, la muerte.
No se envidia a los muertos.
Para no envidiar a los vivos, a los grandes, hay que poder envidiarlos y sin embargo no hacerlo porque se está en lo de uno con decisión, y entonces lo que cabe ya no será la envidia sino una distancia que permitirá, ella y sólo ella, el aprecio, la genuina admiración y la generosidad. Del cruce de estas últimas con la risa y la lealtad surgen los amigos. Los verdaderos, no los fugaces de la infancia.