Se ha consolidado la creencia de que la maldad de Recoleta se concentra en la esquina de Juárez Larga con Fariña. No hay modo de discutirlo. Los adictos se pasean toda la noche por las veredas esperando la muerte, los sicarios duermen en la oscuridad, una cocinería llena de perros y gatos enjaulados se quema sin que su dueña reconozca el propósito de esos animales. Mientras la creencia prospera y parece concentrar todo el temor de taxistas y transeúntes, muy cerca de ahí –en Rengifo– un basural clandestino funciona a tiempo completo a pocos metros de una entrada alternativa al Hospital Psiquiátrico. Las palomas comparten la abundancia de desechos con cierta indiferencia. La gente se levanta temprano para de dejar ahí sus bolsas hinchadas de porquería. Los vagabundos se guardan de instalar sus rucos en las inmediaciones. Un par de hombres se amanece tomando cerveza. Hay una suerte de conformidad.
No siempre hubo un basural en Rengifo. Pero es un hecho que los recolectores de basura no pasan por ahí. Quizá esto empezó durante la pandemia y yo no me di cuenta porque prefería bajarme en la estación de metro Hospitales –lugar más próspero y adecentado que Cerro Blanco– lo que permitía llegar al Psiquiátrico caminando por las dependencias del Hospital de la Universidad de Chile, ruta suficientemente alejada de los peligros que he mencionado. Pero no de todos los peligros como se vio en aquellos tiempos y todavía más en las tardes –de eso me acuerdo bien– cuando las patrullas de militares ya habían abandonado las calles y la desobediencia acechaba por doquier.
El camión recolector pasa por la esquina de Olivos con Rengifo, a no más de media cuadra de donde está situado el basural. Si alguna vez la decisión de no desviarse por Rengifo implicó un castigo o alguna forma de venganza contra los vecinos, yo creo que fue algo atenuado, una encachada nomás, un gesto que no debería traumatizar a nadie. No sabemos si alguna vez se tomó esa decisión y suponiendo que hubo mala voluntad o incluso deshonra, es difícil decir que estamos solamente frente a la crueldad de un municipio o de sus personeros que han dejado a esta población a merced de la inmundicia y la inequidad. Lo cierto es que los vecinos, en su mayoría sanos y sin movilidad reducida, se resisten a caminar media cuadra para dejar sus bolsas de basura en la ruta del camión. Su absurda porfía quisiera ser una expresión de dignidad pero no lo es. Prefieren mantener la cochinada frente a sus cités porque la ruta de la recolección no les acomoda exactamente. Su enojo, si es que alguna vez lo hubo, ha perdido todo sentido. Y naturalmente se ha vuelto patanería y eso los ha perdido para siempre.
La evidencia de pereza es tanta y se ha vuelto a tal punto escandalosa que a ratos nos inhibe de cualquier crítica hacia los encargados de limpieza de la comuna. Alguien podría sacar a colación el tema de los territorios y del trabajo territorial, la falta de diálogo con estas comunidades que han sido dejadas a su suerte, el nulo avance del reciclaje y la economía circular. Pero finalmente se hace difícil cuestionar el desprecio que esta gente produce no sólo entre el edil y su comité central sino entre todos los que observan su inexorable corrupción.
Son tiempos de egoísmo. Últimamente hay más posibilidades de justificar el desprecio y la descalificación. Con el paso del tiempo los octubristas han logrado hacerse los desentendidos frente a estas antiguas formas de violencia en los barrios marginales. Ni siquiera ellos discuten que esta tenaz negativa a caminar media cuadra para depositar la basura sea una muestra de holgazanería. No sería raro verlos dando su voto de confianza a los recolectores que con orgullo se niegan a doblar la esquina para no darle en el gusto a esta población degenerada.
Sin embargo hay un aspecto en el que podrían no haber reparado ni el PC ni los frenteamplistas a estas alturas tan desconfiados del pueblo que ha dejado de movilizarse. Los basureros se toman su tiempo delante de un fortín en Olivos donde se guarda fruta de primera calidad. Ahí recogen con dedicación todo lo que haya que recoger mientras separan cajones de vegetales todavía útiles para el consumo casero.
No niego que verlos así empeñados en separar lo bueno de lo malo me da algún contento cuando paso por el lugar. Hay olor a choclo, a durazno maduro, a cáscara. Es como un golpe de aire campesino y cuesta ponerse mañoso y criticar este acto comedido. En medio del humo de los cables que los vagabundos siguen quemando para obtener cobre, el aroma de un tomate a medio morir a veces alegra más de la cuenta. Acá también hay otra especie de conformidad.
Habría que ser muy amargado y permanecer todavía en las inmediaciones de Baquedano –esperando el reinicio de las hostilidades– para decir todo suelto de cuerpo Contra estas injusticias luchamos. Los basurales clandestinos suelen ser viejos y repetitivos y, a diferencia del continuo temor que provocan la delincuencia y sus derivados, se asocian a cierto acostumbramiento malsano.
El antiguo vertedero ubicado en el nacimiento de Avenida del Ferrocarril bajo el cruce de General Velásquez goza de buena salud. Ni las áreas verdes ni otras transformaciones del espacio público –harto mejores que las que hacía el POJH en los 80– han logrado disuadir a aquellos que llevan camionadas de escombros, neumáticos y otras materialidades a ese terreno que por años ha sido maldecido. Yo sé, y no es que me haya vuelto todavía más decadentista, que para este lugar no hay esperanza. Pero a ratos pienso que para el basural de Rengifo podría haber alguna solución. Quizá las bases organizadas podrían concebir alguna forma de tentar a los recolectores para que pasaran por la calle y limpiaran toda esa inmundicia, aunque fuera una vez a la semana. Pero esto debería resolverse de una manera distinta a la compra de servicios que practican los de la bodega de frutas de Olivos.
El pueblo dejado a su suerte puede generar vías no capitalistas para resolver sus problemas urgentes. Esta es una labor misteriosa y en estos tiempos no del todo confiable. Quizá haya un modo jesuita o anarco-populista de hacer frente al asunto. Algo que no pase por el Estado ni social ni subsidiario. Algo nuevo, incluso ecológico, que a fuerza de sacrificio traiga otra realidad posible, la buena nueva, la esquiva redención.
No me cabe duda que el edil de Recoleta tiene confianza en la secreta vía de la autogestión. Incluso para resolver la encrucijada delictual de Juárez Larga con Fariña. Su arrebatada paciencia, el modo falsamente indolente con que deja que los hechos transcurran, la imposibilidad de dar un ejemplo sacado del accionar de La Cámpora para iluminar el asunto, no son acaso señales de su fe en aquello que tiene que venir.
Pero incluso si fuera así y parte de las profecías sociales se cumpliera, nada garantiza que los basureros estén dispuestos a plegarse al movimiento de la historia. No es acaso suficiente separar la fruta buena de la mala. Demorarse todo el tiempo necesario en eso. Decir hasta aquí llego yo nomás y no me meto en esa calle. Y no tengo nada que ver con la liberación ni con la sed de justicia. Y nunca tendré que ver con el destino que dicen que nos espera. Como si a estas alturas, y luego de juntar una caja de limones apenas manchados, todo se tratara de supervivencia.
De odio y de supervivencia.