1. Esa parte de la casa era, como se diría hoy, un simulacro. Hacia fuera un marco de ventana, pero por dentro, en vez de los cristales, una oxidada plancha metálica se adhería a los listones oscuros cuyas sucesivas capas de pintura hacían que la sustancia café pareciera grumo volcánico. Y detrás de esa ventana, el patio de tierra. No una pieza, sino un breve erial rojizo al atardecer, un cuadrilátero ligeramente inclinado hacia atrás en el que las piedras brotaban como tubérculos. Ahora que lo pienso, viví jugando en ese patio y contemplando esa ventana censurada. Ese muro en su conjunto era sobre todo escenográfico. Mi abuelo materno lo había levantado con ladrillos princesa y ahora estaba ahí con su consistencia y su desprolijidad tan características. Lo áspero de la textura, la pátina del polvo y, sin embargo, la estatura desmedida para los niños, el ímpetu del frontis flanqueado a derecha y a izquierda por el atavismo de unas murallas de adobe campesino.
Qué sinsentido el de la ventana que nos impedía mirar a la calle. Una ventana así no es una mera víctima. Ella misma es la victimaria que oblitera el omnívoro deseo de los ojos infantiles, dispuestos a engullirse el paisaje, devorando sin parsimonia los jardines, los árboles, las puertas ajenas y, por supuesto, el comidillo del barrio, las entradas y salidas inciertas, los atajos impensados, la gestualidad hostil o la genuflexión amorosa.
Pero ese ímpetu chocó con la excesiva discreción de la plancha metálica, atajando u obstruyendo (solemne) el caudaloso apetito visual de la infancia. Ni Duchamp —cuya obra de 1920 “Fresh Widow/French Window” pinta de negro los cristales de una ventana—podría haberlo hecho mejor. Su poderosa reflexión implícita sucumbe ante la espontaneidad popular de esta represión visual.
Pero era ahí, en ese mismo muro, donde el abuelo efectuaba uno de sus rituales nocturnos favoritos. Cierto es que, al morir, aunque varios intentaron replicar su constancia, nadie fue capaz de conseguir el mismo resultado simbólico. El abuelo arrastraba desde una de las esquinas de la muralla un tronco enjuto pero lo suficientemente sólido, y lo disponía con precisión detrás de la puerta. Lo apoyaba bajo el espacio que dejaba un ornamento rectangular que había al centro y, elaborando un precioso ángulo de cuarenta y cinco grados, dejaba caer el otro extremo sobre la tierra. Presionaba hasta que sintiera que la puerta era impenetrable y luego daba media vuelta, parsimonioso, para caminar cien pasos hasta su pieza, al fondo de la casa. La “tranca” se llamaba la amputada columna de madera que reforzaba la seguridad del hogar.
Toda la casa, en un sentido ahora más evidente que nunca, era sostenida por la tranca. Lo precario del recurso contrastaba con su evidente longanimidad. Porque (esto uno lo ignora de niño) la ternura adquirida con los años, la sobriedad alegre y el rigor ancestral del abuelo, quedaban ahí colgados en ese muñón de madera que apenas podía sostenerse a sí mismo. Uno amaba al abuelo. Lo admiraba. No había —entre todos nosotros juntos— ninguna otra riqueza más que el abuelo mismo y su pasado. Golpeó y fue golpeado. Heredó casi pura miseria. Y, sin embargo, sostenía en medio de su historia quebrantada unos cuantos argumentos existenciales de valor. No era el Rey Lear. Nunca se le hubiera ocurrido preguntar a una de sus siete hijas —entre ellas mi madre— si lo amaban. Era mejor que el Rey Lear.
2. En un libro implacable, cuya segunda edición es todavía reciente, el filósofo español José Sánchez Tortosa dice: «La jerarquía escolar es la palanca que hace posible una cierta igualdad real. El igualitarismo pedagógico es la causa segura de elitismo material y desigualdades reales». Como buscando mocha con cualquiera que se le pare al frente, propone que la asimetría entre profesor y alumno es lo que da pábulo al aprendizaje. Menoscabar esa lejanía, esa desigualdad entre docente y estudiante, le parece al autor un populismo pedagógico que no solo debilita la enseñanza, sino que produce, a la larga, inequidad. El estudiante que —según Sánchez Tortosa— se percibe como equivalente a su profesor no tiene motivaciones lógicas para aprender de él. Como sería incapaz de percibirse ignorante respecto de su profesor, narcotiza cualquier deseo de aprender y de superar esa ignorancia. La energía desperdiciada en esta operación se reinvertiría en la autoafirmación, con la malsana consecuencia de afirmar una identidad intelectual que, en vez de estar madurando, se atrofia en ese pedregal de la ignorancia.
Hace más de tres lustros que un primo profesor, de hecho, quiso practicarme un exorcismo cuando dije “alumno” para referirme a un joven estudiante. No fue el único en esa época que me fulminó (o lo intentó) cuando pronuncié la palabra en cuestión. Recuerdo que durante todo ese año me encontré con profesores, estudiantes o burócratas variados que regurgitaban el concepto por ofensivo. Sin ir más lejos, está lleno de “centros de alumnos” rebautizados como “centros de estudiantes” para no pisar el palito de la humillación. Todos me decían que la raíz latina de la expresión significa “sin luz”. Y que constituía, por lo mismo, un atentado contra la igualdad y dignidad de los jóvenes. No he encontrado ninguna evidencia que respalde esa etimología tan singular. En el clásico “Tratado de Raíces Grecolatinas” (1936) Roberto Vilches Acuña explica que de la raíz “al” o “alt” surge el término “alĕre”, cuyo sentido es el de alimentar, nutrir o criar. Y el mismo Sánchez Tortosa advierte que la palabra alude a «persona criada por otra».
¿Las palabras vienen a nosotros / o vamos nosotros hacia ellas?
3. Me encontré con Julián Naranjo, uno de los diseñadores gráficos más destacados de Chile. Vivió casi una década en Estados Unidos, donde hizo una carrera brillante y premiada. Luego volvió. Y en estos días me lo encontré en la calle, nos pusimos a conversar y su tono amable, que siempre destaca, monopolizó el intercambio. Da gusto ver y oír a alguien así. Pausado, jocoso y sencillo. La trayectoria realmente notable que ha tenido a lo largo de los años no se le ve por ningún lado como una pesada carga; no finge su humildad, no hizo el “curso Stanislavski” para la simpatía; simplemente te saluda y entabla una amistad tan repentina y asombrosa que desconcierta. Decía José Hierro en un poema notable que «nadie nos mira lo ancho sino lo estrecho» y lo opuesto puede atribuirse sin dudar a Julián Naranjo. No se anda con pequeñeces. Es generoso para describir a sus pares, cercano con los colegas y los alumnos. La solemnidad le es ajena y la burocracia afectiva que uno ve en los campeones (sean del arte, de la economía o de la farándula) no está dentro de su repertorio emocional. Uno, incluso, no sabe qué hacer con alguien así. Que llegó a la cima y bajó sin complejos. O quizá porque realmente llegó a la cima y —como me dijo una vez— la encontró vacía, nos mira y nos habla con la seguridad que da la cruda (y hermosa y terrible) realidad.