El narrador de cabeza blanca estaba cabizbajo, viviendo “la vieja edad” como diría en sus días finales Germán Marín. Era junio de 2019 y el autor de la saga Historia de una absolución familiar asistió a la Universidad Diego Portales (UDP), donde recibió la distinción de Profesor Honorario.
Entonces, Germán Marín, de 85 años, caminaba lento, cansado y encorvado. Ya era tarde; sabía que el Premio Nacional de Literatura nunca llegaría. Tras la ceremonia, en la UDP, le pedí a Marín unas palabras, su reacción ante el reconocimiento universitario, para hacer una nota que saldría al día siguiente en el diario.
“No, invéntalo tú”, me dijo Marín esa mañana de junio. Minutos antes había dado su discurso de agradecimiento junto al rector Carlos Peña. “Autor de algunos libros prescindibles, dejo a la buena voluntad de los lectores haber llegado hasta aquí”, señaló Marín, autor de memorables novelas que han retratado los oscuros años de Chile como El palacio de la risa y La segunda mano. Mientras, Carlos Peña afirmó que “toda la obra de Marín es un gigantesco esfuerzo por rescatar la memoria”.
Después de esos discursos fue cuando me acerqué a Germán Marín, quien siempre había sido amable conmigo: ante una llamada telefónica por alguna consulta literaria, un dato, una precisión histórica, los detalles de una anécdota antigua entre escritores o cuando nos encontrábamos en un café en Providencia.
Una vez estábamos en un local a un costado de la Galería Drugstore y pasó Roberto Merino. “Anoche leí un libro, no era malo”, dijo Marín a Merino con una risa cómplice. “Se llamaba Pista resbaladiza” y ambos se rieron a carcajadas. En otra oportunidad, en el mismo café, recuerdo que a un par de mesas llegó Augusto Pinochet Hiriart, el hijo del dictador. “Se puso mala la cosa”, comentó Marín con una mueca y un cigarrillo en la mano.
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Vuelvo a la ceremonia de la mañana de junio de 2019, entre los presentes estaban sus hijos Germán y Arturo; un puñado de escritores, académicos y también su amigo, el crítico literario Juan Manuel Vial, quien murió a comienzos de agosto, a los 49 años.
Había pasado la ceremonia oficial y Germán Marín estaba a un costado de la mesa donde había efectuado el discurso. Marín sentado, de pelo cano, de lentes, envuelto en una bufanda café y un abrigo oscuro. Fue entonces cuando me acerqué a saludarlo y felicitarlo. Pero, tras unas breves palabras, un breve diálogo, Marín insistió: “Invéntalo tú”.
Esa supuesta libertad de que yo escribiera sus palabras en el diario, las que yo quisiera por él, en el fondo me descolocó. El narrador admirado, que había escrito cientos de páginas a mano; el hombre gigante, que escribía cada vez con una letra más diminuta, le daba igual lo que dijera en la prensa.
Marín estaba cansado, distante, quizás muy cerca de esa dimensión, como escribiera su amigo Enrique Lihn, donde “el lenguaje espera el milagro de una tercera persona”.
Mientras, esa mañana de junio de 2019, muchos interactuaban a su alrededor acompañados de una copa de vino o un vaso de jugo del cóctel, Marín encorvado en una silla, conversaba a ratos con algunos invitados, pero casi siempre guardaba silencio. El silencio de Marín. “Y he vivido sin darme cuenta/ de que envejecía también en el espejo”, se lee al comienzo de la Primera parte de su novela La ola muerta.
Seis meses después de ese reconocimiento en la UDP, Germán Marín murió, el domingo 29 de diciembre de 2019. Al día siguiente, en el cementerio habló el editor y amigo de Marín, Matías Rivas, pero también Juan Manuel Vial, quien le dedicó durante su trayectoria varias columnas sobre sus libros. Vial, quien ya no está, quien también murió.
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En noviembre de 2019, un mes antes que falleciera, fui a visitar a Germán Marín a su departamento, en Providencia, para entrevistarlo por Un oscuro pedazo de vida, su último libro editado por Felipe Gana.
Marín fue amable como siempre. Claro que habló lo justo y necesario. Estaba atento a la contingencia y a los efectos del estallido social. Pero, había algo mayor que lo angustiaba, incluso con rabia, repetía que estaba al borde de la ceguera y que ya no leía ni escribía.
“¿Una nueva Constitución calmará esto? No lo sé”, decía Marín sobre las protestas y las demandas callejeras. “Ahora, hay cosas que me extrañan como este asunto de los atentados a las estaciones del Metro”.
Esa tarde de noviembre, en su departamento, tomamos cada uno una bebida en lata de Canada Dry. El hombre gigante estaba rodeado de libros de editoriales de México y España, que evidenciaban su exilio en esos países en los años 70 y 80. Entonces Marín habló de “la vieja edad” por la que estaba pasando.
“Noto que he ido perdiendo la memoria y eso es muy difícil de tragar. Es un asunto de la edad: la vieja edad”, dijo Marín esa vez.
“Es el estilista mejor dotado de la literatura chilena actual”, apuntó hace algunos años Juan Manuel Vial sobre la narrativa de Marín, dueño de extensos y reflexivos párrafos, que envuelven a sus oscuros personajes.
Cada cierto tiempo regreso a los libros de Marín y, entre otras cosas, me detengo en los epígrafes de sus títulos, como ahora en esta tarde calurosa de primavera. Disfruto esas palabras. Marín tenía un gran talento para seleccionar y colocar esas frases ajenas al inicio de sus obras.
Entre las citas iniciales de sus novelas, cuentos o pedazos de memorias, hay fragmentos de autores diversos como Calderón de la Barca, David R. Slavitt, Immanuel Kant, Pier Paolo Pasolini, Iván Turguénev, William Butler Yeats, Vincent de Gournay, Giuseppe Ungaretti, William Faulkner, Cesare Pavese, James Joyce y Joseph Conrad, entre otros.
En Círculo vicioso, la primera entrega de la trilogía Historia de una absolución familiar anota unas palabras de Conrad: “Bebamos y seamos felices, porque nosotros somos fuertes y mañana moriremos”.
El último epígrafe que eligió Marín, meses antes de morir para su libro final, Un oscuro pedazo de vida, fue la frase de José Revueltas: “A Nadien, este plural triste”.
También he subrayado muchas frases de los libros de Germán Marín. Las palabras del escritor, que no podría inventar. Son frases de variadas interpretaciones. Y pienso que es mejor terminar este texto con una de él: “El dolor tiene en el centro de su sensibilidad una memoria propia imposible de borrar, como una cicatriz indeleble, como un cerebro en ejercicio”.