1. Una vecina escribió en el grupo de whastapp que en su antejardín había una tórtola agonizante. Muy temprano: la luz que emancipa al paisaje estaba licuando los contornos de la reja, del pasto y de la vereda. El pobre pájaro —embriagado— chocó con unas raíces retorcidas por arriba. La vecina miró al cielo buscándole compañía, pero no encontró nada. Un gato hizo crujir un latón en la casa de al lado. Se asustó. Pidió ayuda. Le ofrecieron una jaula y alpiste.
En las fotos que envió después, se veía a la tórtola gris con el escudo dorado de las alas. La jaula era oscura y el contraste, entonces, era más expresivo y dramático que el romanticismo decimonónico. Me imagino que para ella —ahora también— escribió Manuel Silva Acevedo este poema: «No tengo por costumbre abrir / las alas / Qué alas voy a abrir si están / quebradas / Apenas sé reptar por esta tierra / El agua se arrepiente de tocarme».
2. Hace meses que los pájaros no cantan. Se adhieren al follaje de unos álamos. Se apelmazan con las hojas, todavía oscuras y vibrantes, y chillan. Se escuchan aquí erráticos, como afinando la orquesta anónima. Gritan antes de la luz un «grito de guerra santa cuerpo a cuerpo» como escribió Saint-John Perse.
Los oigo afuera, congregados alrededor de esa hoguera que son sus voces, y pienso en Hitchcock. Cuando Melanie —al inicio de la película— entra a la tienda de mascotas, los pájaros están enjaulados. Caben en la palma de una mano humana. Son bestias a nuestro alcance, mercancía iridiscente. Nada que ver con el vendaval terrorífico en que se convierte el pueblo de Bodega Bay, donde reside Mitch (la atracción de Melanie) junto a su madre y a su hermana.
Los pájaros son vomitados por la chimenea; los pájaros están erguidos como centinelas sobre el cableado eléctrico; los pájaros golpean los vidrios y mueren; los pájaros matan y multiplican el temor. Lo inopipado y espeluznante de su propagación, hacen que la plaga aviar parezca un trueno que rompe la tierra. Los pájaros son como el reflujo de una naturaleza agobiada por la carcoma técnica. Francis Bacon dijo: «Los secretos de la naturaleza se delatan a sí mismos con más facilidad si les atormenta el arte que si pueden proseguir en calma su curso». «Las cosas son lo que yo quiero que sean o no son» asegura Teillier en un poema. Esta fuerza del discurso empuja, tuerce, presiona. Y quién sabe qué nos devolverá.
La interpretación canónica de la película opera en otra sintonía por supuesto. En ella, la madre de Mitch —como otras madres del universo hitchcockiano— atrofia a su hijo, lo castra en un sentido bastante sexual del término. En este caso, la señora en cuestión parece proyectar (desde su propia escenografía interior) los pájaros que engullen el deseo y aplacan a la figura de Melanie. Quizá el director vio antes la inquietante pintura “La creación de las aves” de Remedios Varo.
De cualquier modo, la fuerza, el poder aplastante y una rabia enigmática circulan por toda la historia, incluido su pesimista final. Pero los pájaros no entienden la película.
3. Un aldeano acostumbraba a pintar las plumas de los pájaros que había capturado, para luego dejarlos libres. Cuando estos pájaros volvían a encontrarse con sus semejantes, estos últimos —al mismo tiempo identificados por el canto, pero aterrados por la apariencia— los picoteaban hasta matarlos. La pintura del campesino había convertido a estas aves en remedos advenedizos y amenazantes para sus “antiguos” compañeros.
Este es el recuerdo de infancia que Jerzy Kosinski, el escritor de origen polaco, utilizó para construir su novela “El pájaro pintado”. La obra y la anécdota convergen con el clima catastrófico del nazismo y de la segunda guerra mundial, y en conjunto ilustran con terrorífica elocuencia, la capacidad humana para estigmatizar; la inmediatez con que imputamos cualquier aparente amenaza; y las reacciones teatrales con las que nos seduce el prejuicio.
La tentación de ver aquí un relato adecuado para nuestra época, no solo debiera considerar los modos en que juzgamos a las apariencias, sino también las maneras en que las reivindicamos vehementemente, como si el único sentido, la única verdad y la única vocación humana estuvieran ahí, en el color de las plumas.
4. El medidor internacional de melancolía tiene que haber alcanzado algún tipo de cima con el video-clip de “Free as a bird” de los Beatles. Se cumplieron veinticinco años en diciembre pasado. En su momento, un hito. Juntar a los ingleses —aunque fuera tan artificialmente— valía la pena. La letra, como en los peores momentos de John Lennon, tiene algo pueril e inverosímil, al menos si pienso en las jaulas de los pájaros. Pero es, sin duda, lo suficientemente emotiva para llorar en 1995, o a lo mejor todavía hoy.
El video clip, en todo caso, es genial. El pájaro de la letra (símbolo de la libertad) se vuelve, a través de las imágenes, una metáfora del tiempo. Un tiempo desorientado, no lineal, que da vueltas en círculos sin problema alguno. Se siente el aleteo y luego esta pátina propia de los años que no son recorridos por el espectador sino que, por el contrario, nos recorren a nosotros. El tiempo todavía prevalece. Nos unta con su polen, nos engrasa con brevedad.
El pastiche del video es casi perfecto en su urdimbre. Cristaliza la mitología de la banda en unos pocos minutos, encajando el imaginario de sus canciones, sus anécdotas y parte de las biografías pertinentes. Es un fresco de un mundo perdido para los músicos y sus seguidores. Una (concisa) gran despedida: una Capilla Sixtina para el siglo XX.