Mi infancia es el Hipódromo Chile y mi adolescencia Puente Alto.
En “el Chile” pasaban los caballos con un jinete enroscado a la silla. El cuerpo del animal, brillante y duro como cobre, crecía sobre nosotros desfilando en “La Troya”. Todo era solemne en ese óvalo civilizado como jardín inglés, antes de entrar en la tierra herida de la pista. Los perdíamos mientras se hundían en el respectivo cajón de los partidores y, cuando el silencio parecía enclavado en el paisaje, un aullido imprevisto, un desgarrador grito de jinetes y de caballos –no por efímero menos agudo– señalaba el inicio de la carrera. Entonces gritábamos nosotros, con el vale de la apuesta en el bolsillo de la camisa, o en el pantalón hediondo a aceite negra y a sánguches de potito.
En Puente Alto, la aridez del barrio y lo angosto de las calles, siempre me evoca un verso de José Hierro: «Pero nadie nos mide lo hondo sino lo estrecho». Y así nos medían, o así medíamos muchas veces a los otros. Por lo apretado de nuestras calles. Como si se nos notaran los bordillos medio rotos de ambos lados y el asfalto encogido entre ellos. Por esas calles mi mamá y yo llegábamos a la feria de los domingos a ver a la señora Isabel. Nunca supe por qué o cómo, pero ella era la librera del barrio. Ponía una mesa fuera de su casa y la llenaba de libros increíbles de otra época. Le compré casi todo Panait Istrati; una novela del rumano Petre Bellú, traducida por un tal “Manuel Rojas”; una selección de términos del “Diccionario etimológico” de Joan Corominas, publicado por Gredos. Mientras ella hablaba con mi mamá, yo me tiraba de cabeza sobre los libros de Miguel Arteche o Braulio Arenas, o esa increíble edición en inglés de las “Obras Completas de Lord Byron”, publicado en Bélgica en 1830, seis años después de la muerte del poeta.
Todo tenía precio módico. Nos alcanzaba con dos o tres lucas cada domingo. En momentos de gloria gasté ocho lucas (bien habidas, por cierto). Después, cruzando la cancha de baby fútbol, nos metíamos entre los coleros más sofisticados de la calle Ejército Libertador. Con otra luca a veces compraba una película de estreno. Y si era posible, me llevaba algún cachureo imitando –presuntuoso y filisteo– a Pablo Neruda: una lámpara verde, un clavo oxidado, unas botellas ochenteras de agua mineral, marcos de fotos que no servían ni de leña.
Extraño ese “mundo de ayer”. Pero también soy consciente de su idealización y del estancamiento que produce. Una paralización fuerte. Al volver a estas zonas de mi pasado, le permito al acto de recordar que trace su línea intimidatoria para protegerme de esos empalagosos afectos. Y pienso: cuando este pasado fue mi presente hace un par de décadas (en Puente Alto o en el Hipódromo), fue un presente que, siendo pobre, árido y residual, tenía más contextura de pasado; como si ahí, en plena acción, nuestras vidas estuviesen siendo recordadas ya por alguien.
Esto me lleva a pensar en el historiador francés François Hartog y su comprensión del futuro: «…el futuro, que es la otra cara de la identidad nacional… tenemos una identidad desde el momento que tenemos un futuro…» Quién pondría en duda la necesidad de un horizonte de sentido para urdir los tejidos de un país, tanto como los peligros de mirar atrás y sucumbir a la materia –todavía paralizante o inflamable– del pasado. ¿Pero pueden oponerse pasado y futuro como dos expresiones políticas del bien y del mal? El futurismo de Marinetti preludió el fascismo; las peores expresiones consumistas siempre irradian desde el mañana, siempre emergen de la mano de lo nuevo, lo que ha llevado a Jean-Claude Michéa a afirmar que «una lucha anticapitalista incapaz de integrar claramente su dimensión conservadora, no tiene ninguna posibilidad de desarrollarse de forma coherente y, por tanto, de asestar golpes certeros contra su enemigo declarado».
La predilección por el futuro o por el pasado podría ser no más que una artimaña estéril, de no ir acompañada de un poco de lucidez. Tenemos que rayarle la cancha a esas dimensiones volátiles (sin las que no podemos vivir y a las cuales acudimos desde el presente) sobre todo si estamos achunchados con nuestras propias circunstancias o, de otro modo, exaltados por ellas.
Aunque hay más de una razón para mirar al pasado y al futuro con algo de ansiedad, quizá la pandemia sea la que mejor sitúa parte de nuestra vida tras una línea gruesa e irritante, que hace que pedazos de nuestro idioma, de nuestras costumbres y de nuestro ímpetu, puedan ser ahora el “mundo de ayer”. Una implicación esquiva, con un costo demasiado alto para el optimismo: que ya estamos en el futuro, y que esta “lucha” contra las condiciones (en apariencia contingentes) no es más que otra forma de empezar a aceptarlo.