Por años se podía ver a payasos y falsos enfermos subiendo a la locomoción colectiva para contar mentiras.
Los enfermos falsos, o los supuestos familiares de un paciente que no se encontraba presente dada su gravedad, llevaban un certificado adulterado, forrado en plástico ya sucio para preservarlo de las inclemencias. Era una conducta miserable que hacía que incluso con todos los papeles en la mano y pronunciando mal el nombre de la patología incurable, la sola puesta en escena se hiciera lastimera e insoportable y mucha gente se decidiera a dar plata aún consciente del engaño. Algo así debe haber pasado cuando un paciente psiquiátrico, que había enloquecido en su adolescencia y que vivía apartado de su comunidad -los gitanos-, decidió pedir plata haciéndose el sordomudo como si su locura no bastara para atraer la generosidad de algún transeúnte.
Lo de los payasos era distinto. Me permito decir que ahí había maldad. Cuando la sola posibilidad de hacer un show en la micro fue considerada como una ridiculez, alguien decidió recurrir al viejo expediente -antiguo en las poblaciones de la periferia- de pedir plata en nombre de un muerto falso. Yo me acuerdo de gente que pasaba con un cuaderno (se repite lo del papel en la mano) diciendo que dos cuadras más allá había muerto un abuelo, o un muchacho, y que estaban juntando fondos para ir en ayuda de la familia devastada. A veces quien salía a atender conocía bien esa cuadra (y a la familia devastada) y al verse sorprendidos en la falsedad los solicitantes huían. Era gente perversa. Se les distinguía porque, en otras circunstancias, cuando pasaban pidiendo alguna ayuda para comer no aceptaban mercadería, o sea que no eran verdaderos necesitados. Se aprovechaban del sufrimiento ajeno. Eran acusados de juntar plata para el vicio.
Algunos daban plata pero yo creo que era por miedo a los payasos. Cómo no tenerles miedo.
En su tiempo los payasos fueron un paso más allá. Muchos tenían pasados vinculados a otros oficios, algunos habían pasado por la cárcel, otros derechamente eran psicópatas. Gente que aprende de la vida. Habitualmente subía uno a la micro diciendo que en otras ocasiones ya había deleitado con su humor callejero a los pasajeros, pero que se veía en el deber de informar que -tal como alguno de los presentes podría haberse enterado por radio y prensa escrita- cierto payaso, colega muy querido, había muerto al ser atropellado luego de bajar de un bus en movimiento en cierta esquina del centro de Santiago. Concluía diciendo que la viuda y familiares cercanos no contaban con el dinero para pagar el funeral. Estas carencias tenían naturalmente demorado el velatorio y la sepultación del malogrado payaso quien aguardaba en la morgue a que sus compañeros reunieran el monto requerido, sin que municipalidad o fundación de ayuda se hiciera presente para aliviar este sufrimiento.
Algunos daban plata pero yo creo que era por miedo a los payasos. Cómo no tenerles miedo. En el tiempo en que subían a la micro sólo con el objetivo de hacer reír ya los pasajeros se sentían amedrentados con sus rutinas monstruosas. Su hábito canero -me refiero al lenguaje carcelario- para describir la pobreza y las carencias básicas llevaba aparejado una amenaza. Eso en parte, y ahí la paradoja, tenía alguna honestidad. Nadie decía, ni siquiera en el pensamiento, esto es por hambre, frío, necesidad. Alguna duda que uno podía tener delante de los falsos enfermos no se presentaba en este caso. O sea que el payaso no servía para la revolución. Ni tampoco vaticinaba el malestar social que se vendría. Políticamente no era valorado. Por lo demás ni haciendo chistes a la fuerza ni culpando a los pasajeros por la demora en un funeral el payaso conseguía que se olvidara el dejo delincuencial en todo su cometido. Era así. Uno podría decir –desviacionismo derechista de por medio- que era otra la pobreza en ese tiempo y otras las consideraciones para aceptarla como tal.
Ahora es difícil diferenciar las cosas. Se repiten frases y reflexiones. Todo lo que venga de las poblaciones es parte de un movimiento de insurgencia en ciernes y la desesperación hace que el pueblo se levante ante la amarga promesa de unas cajas de mercadería. Las amenazas, los saqueos y las micros quemadas no son más que un nuevo desafío al sistema que gracias al mañoso manejo de esta pandemia sólo ha conseguido un aplazamiento, o sea que sólo está demorando su caída. Pueblo consciente, ahora se levanta ante la menor provocación. Jamás claudicaría ante una constitución dictatorial ni aceptaría de nuevo una democracia tutelada. No es cobarde, como casi todos los que en plena recesión de los 80, se obsesionaban por distinguir, siguiendo un imperativo moral, entre el auténtico pobre y el charlatán. Esta duda, propia de cierta tacañería en la demanda social, finalmente los condenó a la capitulación. Además eran supersticiosos, escuchaban Lo que cuenta el viento, siempre le tuvieron miedo a la revolución. Quedaron pegados en saber si el entierro era real o no.
Una vez un tío se atrevió a parar la tontera. Vio al mismo payaso en Santiago centro, luego en Gran Avenida y semanas después cerca de Quilicura, siempre pidiendo plata por el colega. Un deja vú. Había pasado más de un mes y aún no reunían los fondos. La viuda y los más allegados seguían sumidos en la desesperación. Le gritó desde un asiento: corta tu leseo, puta que cuesta enterrar al payasito. El acusado demostró oficio. Dio vuelta la cabeza y respondió altanero: Cuesta.