La expresión “el espíritu de la escalera” alude a ese momento en que alguien, justo tras abandonar una conversación, un encuentro, una clase, piensa en lo que debería haber dicho o bien en los precisos términos en que debería haber dicho aquello que, evalúa ahí, entre un escalón y otro de su retirada, dijo en los términos más equívocos. Esa caída de teja, ese alumbramiento tardío es una experiencia común a tantos, quizás a todos, salvo a los convencidos y olímpicos, porque es habitual que la torpeza, los nervios, el olvido, una moto estrepitosa pasando cerca o lo que sea dejen sin decir lo que se quería decir.
De los arrepentidos, podría decirse, es el reino de los cielos a los que esa escalera conduce. Pero hay una variante extrema, imagino que menos común, que tiene algo demencial. Enfermizo. La llamo el Demonio de la Escalera. Tiene que ver ya no con ocurrencias o precisiones desfasadas sino con arrepentimientos drásticos, esenciales, dudas feroces, auto imputaciones de la máxima gravedad que instalan al que las padece en el banquillo de los acusados, objeto de una amplia gama punible que va de la insidia a la deshonestidad, de la idiotez y la cobardía. Toda mente no ajena a algún grado de paranoia sabe que, a abundancia de causas y persecutores, abundancia de persecuciones, y opta en consecuencia por auto perseguirse, en la senda lógica o patológica de aquel que se sube con una bomba al avión para viajar tranquilo porque da por improbable que dos personas lo hagan. Pero yerra medio a medio puesto que, como dijo un viejo escritor argentino, que seas paranoico no significa que no te persigan.
Emparentado con la obcecación en su forma compulsiva, el Demonio de la Escalera secuestra así por largas horas e incluso por días y noches a la mente y por extensión al cuerpo; y el secuestro es para ponerlos, a esa pobre mente apaleada y a ese cuerpo hecho bolsa, en escenarios donde sus dichos, sus actos, sus movimientos y sus omisiones son objeto de escrutinio y condena, de terribles relegamientos. Tanto o más que con conversaciones y acciones, me pasa a veces con lo escrito.
Los escritos –un ensayo, un prólogo, una crítica, una columna, una nota, un correo, un wasap– serían las reuniones dejadas atrás; y el deseo por lo general irrealizable de volver a ellas cuando ya es tarde, la escalera. O el Demonio que en ella habita, látigo en mano y con la sonrisa haciéndonos puntería en el entrecejo. Demonio ante quien no queda más que aflojar. Aflojar es clave. Aunque también de aflojar nos podamos arrepentir. Hagas lo que hagas te arrepentirás, advierte un viejo dicho. Pero su antídoto llega solo y generoso: de lo que no hagas también te arrepentirás, y así ni modo, sólo queda asumir que, como supo Nabokov, “hay mucha angustia en la oscuridad del remordimiento, en el calabozo de lo irreparable”, y por lo tanto quizás lo mejor sea entregarse a la sabiduría de un dicho no sé si más antiguo, pero sí más liberador: entre ponerle y no ponerle, mejor ponerle. Y enviar o publicar lo que toque, un libro o una carta de amor, si en su momento nos parece que está bien. Y abrirse al error y la reprobación, que irrecusable llegará, pero teniendo claro que no es lo mismo una corrección que un correccional. La otra sería habitar perennemente y en condición de estropajo en esos cinco segundos que de un tiempo a esta parte dan al remitente los servidores de correo electrónico para que deshaga el envío de un mail. Un tiempo imposible, ese sí ya el total desquiciamiento.