1.-El libreto espiritual del último lustro no se resta de la ironía. Que unas jóvenes activistas lancen una sopa de tomates sobre un cuadro de Vang Gogh (allá en la Isla) es una cosa, pero otra muy distinta que escojan las inmediaciones simbólicas del “18 de octubre” para hacerlo.
2.-Por ahora digamos: la pérdida de aura de las imágenes en la época de su reproductibilidad técnica es una idea popular pero no del todo vigente. Hay sacralidad y aura en algunas imágenes (todavía en esta época laica e incierta), y la reacción de encono, rabia o decepción ante el ataque a los girasoles no hace más que reconocerla. Y si hay algo sagrado hay, en un sentido, fe. O, en su defecto, una fisura en el escepticismo, un tajo en esa piel curtida, una herida en la grupa cínica del animal. O dicho aun de otro modo, hay algunas formas de culto, adoración e ídolos en este desierto que había expulsado (o creído expulsar) la sacralidad. Aunque es bueno recordar que, como en el libro del Éxodo, no hay mejor circunstancia para el surgimiento de ídolos (en su sentido religioso) que los desiertos, que las ausencias paternales y los páramos políticos. Y pareciera que, a veces, estamos nosotros ahora en ese lugar estéril y ocre donde la desesperación se suma a la orfandad.
3.-Que esas jóvenes activistas sean inglesas no debe sorprendernos. O que, por otro lado, nosotros seamos chilenos. Porque, más allá de ese famoso adagio noventero que nos emparentaba con Reino Unido o con los Jaguares, donde está el cadáver llegan los buitres, y quién lee los signos lee la época, y el libreto de este lustro no está exento de ironía, sea allá o acá donde se están cociendo las habas, my dear.
4.-¿Por qué la iconoclasia contra la obra de Van Gogh? Nuestras culturas, singularmente visuales, hace rato perdieron el respeto por las imágenes; es cosa de ver los memes, los stickers, las historias de Instagram. En esta generación la imagen podría, de hecho, estar llegando a su fin, como se dijo alguna vez de la historia. En sus reflexiones sobre la violencia, Hanna Arendt entiende el poder en términos numéricos: su germen está en la cantidad. Pero en el caso de las imágenes, es la sacralidad y no el número lo que ha definido la trayectoria de su fuerza. De modo que, en una época visual, la cantidad de imágenes bien puede confundir y favorecer el error hermenéutico. Tantas imágenes y tantas maneras —no profesionales— de manipularlas, contribuirían perfectamente a su irrelevancia y vaciamiento. Las muchas imágenes indican, en un sentido, su deceso; nuestro celular es el ataúd. La imagen contemporánea, ya inerte, distrae. Porque eso hacen los cadáveres visuales: entretener. De ahí que las jóvenes frente a los girasoles, haciéndolos sangrar simbólicamente con esa sopa roja, podrían estar —muy a pesar de ellas— formando parte del espectáculo que la imagen ofrece mientras creen maniobrar en su contra.
5.- Otra tesis: Toda época de sacralidad tiene sus iconoclasias. Los revolucionarios franceses maltratando el imaginario cristiano; los protestantes “purificando” iglesias católicas en Países Bajos; Europa del Este desmantelando el simbolismo comunista. ¿Qué de sagrado hay en una pintura de Van Gogh? ¿En sus girasoles? Esa es harina de otro costal. Pero si nos ofende la violencia contra la imagen, si nos exaspera o humilla, nuestro resquemor es la evidencia de nuestra veneración a la sacralidad en ella que —reconocida o no— hemos hecho nuestra o de la que, en algún sentido, participamos. Y, lo más importante, es que el acto de iconoclasia no solo ilustra nuestro culto a la sacralidad de la imagen dañada, sino que también pone en evidencia la sacralidad implícita del iconoclasta, movido a la violencia no por su mero escepticismo sino, por el contrario, por su fe. La iconoclasia es el choque entre dos sistemas de creencias, ambos, hasta cierto punto, sagrados.
6.-Calvino decía que el corazón humano es una fábrica de ídolos.
7.-¿Y la estatua del general Baquedano? Donde estuvo, ahora apenas emerge su base, un bloque trivial y desolado ¿La iconoclasia contra Van Gogh es —como se dice de otras formas de violencia— un hecho aislado? ¿O el fundamento de su ataque tiene parentesco con la agresión al Museo Violeta Parra, a las iglesias o monumentos que vimos arder o derrumbarse en el octubre de hace tres años? ¿Es —por otro lado— la misma rebeldía que tiñó con pintura gris el entorno del GAM?
A la embestida simbólica hay que agregarle su contraparte germinal. Aunque frívola y deliberadamente efímera, la escultura del “perro matapacos” es la evidencia de que la iconoclasia oculta otra forma de fe, no es pura catarsis demoledora. La supervivencia de este ídolo se vio en juego más de una vez; ardió a causa de un ataque enemigo; volvió a vivir. La sacralidad en juego parece evidente. Pero es una sacralidad residual, un espejismo leve y corrupto de lo santo.
8.-Hay ídolos. Hay un intento de sacralidad. Hay batallas. Nada parecido al escepticismo. Hay —o hubo o habrá, por tanto— miedo.
9.-Aunque se ignore o se considere secundario, lo cierto es que la Revolución Francesa, adversaria de la fe, hizo de la fe su propio negocio. Diseñó sus ritos, irguió a sus propias divinidades. Un himno del político y escritor Marie-Joseph Chénier concluía de este modo: «¡Tú, sagrada Libertad, convierte este templo en tu morada, sé la Diosa de los Franceses!».
Dice bastante de nuestro percolado simbolismo (y del arribismo que nos une) el hecho de que donde los franceses tuvieron una diosa (de la libertad o de la razón) a nosotros nos alcanzó para un perro negro. Nuestra historia reciente, aunque nos pese, no se encumbró a la trascendencia universal, al menos en el plano de las imágenes y de la eléctrica iconoclasia.
10.-¿Qué clase de sacralidad quiere sumergirse o florecer a través de las imágenes? ¿Qué clase de respeto —de lo poco que va quedando— circula, galvaniza y balbucea en la visualidad de los últimos tres años? ¿Qué ídolos quieren ser adorados? ¿A qué ídolos queremos adorar? Lo impropio, lo premoderno de estas preguntas es lo propio de nuestra desorientación.
11.-Circunspecto, Georges Sorel concluye la edición original de sus “Reflexiones sobre la violencia” (1908) con un diagnóstico típicamente moderno, que ilustra tan bien la fuerza redentora que lo energiza y que tanta capacidad tiene de levantar templos, refectorios y genuflexiones donde aparentemente se las rechaza: «A la violencia le debe el socialismo los elevados valores morales mediante los cuales aporta la salvación al mundo moderno».
Donde (y cuando) se busque la salvación —aunque sea a través de un precario sucedáneo, o quizá por eso— la adoración, los ídolos y la violencia contra las imágenes están aseguradas.