1.-La guerra de las “Dos rosas”. De 1455 a 1485. Esos sí que fueron treinta años: tres reyes destituidos y muertos. Lores que son arrodillados, decapitados y puestos a secar. Tortura, acopio de cadáveres con olor a mingitorio. Los cuerpos zurcidos con rencor.
2.-Antonio Scurati ha escrito una trilogía biográfica —no una biografía— sobre el Duce, Benito Mussolini. Es un sorprendente trabajo que llena un significante que, más que vacío, está eviscerado y estéril. La palabra “fascista” ha perdido, en parte por supuesto, su historia y peso específico. Es ahora un insulto liviano para denostar a la derecha, al conservadurismo y, paradoja mediante, a quienes disienten de una creencia o de un principio adverso. Se reacciona contra ella de forma tan mecánica que hasta disipa su condición conceptual; más parece un neón amenazante en una vitrina, o un olor repulsivo al que se responde de forma automática. Dice muy poco. Es un odio heredado sin forma. Una rabia ungulada que te asalta en el camino.
Pero Scurati ha hecho un trabajo impecable. La novela es lenta. Acumula sedimento dramático con pausa, rítmicamente. Nunca se detiene. Algunas frases memorables en “El hijo del siglo”:
-«El siglo xx tiene otro dios: la palabra “revolución” no puede esperar».
-«La resaca democrática ha terminado en hastío. Una vez acabada la fiesta, nos despertamos por la mañana con la camisa manchada de sangre, un fuerte dolor de cabeza y la cara metida en la taza del inodoro vomitando la comida. El alma está cansada, la gente añora la fuerza».
Los últimos capítulos del primer tomo retratan a Mussolini consumido en temor y rabia. Pero el énfasis, la intensidad narrativa están con Giacomo Matteotti, parlamentario socialista raptado y luego asesinado con brutalidad por la policía secreta del régimen fascista. Es angustiante y conmovedora la intensa búsqueda del cuerpo, luego el hallazgo, la desesperación de Velia, la viuda.
El Duce parece acorralado, solo, el siglo le cae encima, pero en este primer tomo, se libra con una actitud y una retórica escandalosa.
Los lectores y la prensa han estado de acuerdo en leer la novela como una iluminadora evocación, como un recuerdo largo y vívido para alertar al siglo XXI.
Nadie la interpreta como una apología fascista. Tampoco como un panfleto. Es una obra de arte. ¿Por qué?
3.- Decía Leo Strauss que no es amigo de la democracia quien la adula, axioma que bien podría aplicarse de vez en cuando al arte y a la estética. Ambas, sobre todo en tiempos de penuria, de pauperización emocional, tienden a ganarse una inmunidad que las degrada. Basta señalar que algo es artístico para resguardarlo de la crítica, de la aproximación crítica o del estupor político. Sobre todo, el fuero es alarmante cuando se discute la naturaleza artística de una, digamos, “propuesta”.
Se dice con frivolidad de tantas cosas que ellas son “arte” o que son “artísticas”, que un género literario pujante y fructífero es el de las exculpaciones teóricas que, citando a una pléyade de franceses muy inteligentes, pretenden situar en su lugar una “pieza visual” a través de una “pieza literaria” y, lo más escandaloso, sin impunidad alguna. O buscando defender “un argumento estético” lo reemplazan por un “argumento político-teórico”, dándole —sin intención, me imagino— un punto a la tradición que pone las palabras arriba de las imágenes.
4.-Cuando hace pocos días se debatió el caso de un cantante mexicano invitado al festival de Viña del Mar, las regurgitaciones conceptuales estuvieron a la orden del día. El dilema del cantante en cuestión es su eventual promoción de códigos “narcos”. Se reclamó, por lo tanto, que debía revocarse su incorporación al evento. Estalló la polémica en torno a una hipotética censura. En fin. Todo corriendo como crúor tibio por la superficie del cuerpo marchito. Pero sin hacer la autopsia.
Un intelectual en la radio comparó a este cantante con Mick Jagger. Esto es: los artistas retratan los vaivenes de su época, son portavoces o espejos, etc. Esta forma de pensar, cada vez que aparece espontánea, veloz, recubriendo el pánico a opinar como reaccionario, fermenta el viejo problema de hacer que el pensamiento deje de pensar. Y pone un argumento antropológico en el lugar de uno estético. ¿Por qué este cantante mexicano es el equivalente a los Rolling Stones? En el lugar de los criterios para sugerir este símil ahora no hay nada. Esos criterios han sido despejados de la invectiva cultural. La noción de “criterio” es vista, muchas veces, por sí misma, como un crimen fascista. Se da por sentado que, si canta, o si rima, o si mancha una tela o si cuelga de un muro, estamos desafiados a aceptarlo artísticamente. Y la discusión por lo tanto queda atrapada entre la antropología y la filosofía política. Esto, por supuesto, tiene su origen polémico y erudito, en la condición puramente estética o puramente social del arte. Terry Eagleton, discípulo de una tradición marxista que no solo compete a Raymond Williams o Antonio Gramsci, afirma en uno de sus libros que «… no existe la respuesta puramente “literaria”. Todas las respuestas … se hallan firmemente entretejidas con el tipo social e histórico de individuos al que pertenecemos». Tampoco existe, hay que decirlo, la respuesta puramente “social”. Pero en casos como estos, es muy común considerar que una pieza debe evaluarse solo por su condición de historicidad. Está ahí, es hija de su tiempo. Ya está.
Un segundo problema, susceptible de ser atribuido tanto a los medios como a los expertos en arte, es la ausencia de una crítica que tome en cuenta criterios estéticos o propiamente artísticos en estos debates masivos. Esas voces, de estar disponibles a la controversia, parecen tanto o más educadas en el fenómeno artístico como una pura experiencia social o política. Descartan, o así luce, su dimensión estética.
El “tema” se emancipa y adquiere autonomía. Juzgamos —lo que sea que llamemos artístico— por su tópico. Supongamos que mi tema son un par de círculos. Dibujo un círculo con tinta china, pincel y otro con lápiz grafito. Cada círculo con intensidades y ritmos diferentes. ¿Por qué un círculo parece hirsuto y corroído mientras el otro es suave, blando y oxigenante? Los trazos distintos no son solo trazos distintos de un círculo. Son, a su manera, opiniones sobre cada círculo. Afrontan su tema de un modo singular. Y dicen algo de él. Con mayor o menor pericia, el tema queda influido y distorsionado o interpretado por la forma. Se mezclan y se incumben. El tema no basta para hablar del tema. Las condiciones sociales por sí solas no hacen que un fenómeno u objeto sean artísticos. Por eso los debates se atascan en la posibilidad de que algo sea censurado y no en las condiciones de su previa selección.
5.-El primer capítulo de “La cultura del Renacimiento en Italia” de Jacob Burckhardt (1860) se llama “El Estado como obra de arte”. Son tantos los homicidios brutales que recoge el historiador suizo, es tan infame la traición, el orgullo, el oportunismo y la sagacidad criminal, es rapaz la invención asesina, la trampa sigilosa, la evisceración impía, la codicia infame, que uno piensa ¿hay aquí una tradición para Mussolini?
6.-Dentro de las conclusiones del ensayo “Delirio americano” (2020) su autor, Carlos Granés, incorpora con admiración la obra narrativa de Roberto Bolaño.
La historia Latinoamericana no puede entenderse bien —en palabras de Granés— sin establecer una contraintuitiva relación entre arte y violencia. Se asume con regularidad que, si la violencia es una enfermedad, el arte será su fármaco. Se nos dice que el inmoral, que el fascista, que el despreciable, hacen suya la violencia. Y que el artista, el poeta, la música y los libros son nuestra libertad y su antídoto. Pero Granés repasa la historia donde los libros y el arte también han sido el elogio, la aurora y el combustible de la violencia.
Roberto Bolaño habría entendido esta mezcla inexplicable. Ese sería uno de sus grandes méritos, dice Granés. Y pienso, por supuesto, en “Estrella distante”, una novela breve pero precisa. Carlos Wieder o Arturo Ruiz-Tagle, un criminal que, en vez de seguir, no sé, a Mussolini, escribe poemas en el aire al estilo de Raúl Zurita; o que trata de ser fotógrafo impudoroso como lo son, quizá ahora, algunos artistas visuales.
Un amigo profesor, llamémoslo Arturo para proteger sus emolumentos, dio esta novela a sus alumnos de primer año. El último trabajo de su asignatura considera leer un libro elegido con escalpelo. El 2023, a propósito de los cincuenta años del golpe, se inclinó por “Estrella distante”. Avisada con tres meses de antelación, nadie, obstinadamente, la leyó. El profesor preguntaba cada semana. Nadie asentía. La mordacidad, el rictus, la cara de sus estudiantes, en teoría, universitarios. El libro de tapa azul, Anagrama, un águila solemne mirando al pasado en la portada. En fin. Nadie la leía. ¿Qué pensaban ellos? O qué, mejor, pensaba él. Esta relación furtiva entre el arte y la violencia en un mundo que, si no está repleto, saturado, hinchado de violencia, sí está lleno de arte. Un mundo de fotografías sugerentes, de aromas penetrantes en los escaparates, de líderes políticos que gimen o se disfrazan, de poetas devenidos políticos y de celulares que iluminan los dormitorios en la noche, antes de dormir ¿Está un mundo ahíto de arte a punto de llenarse de violencia? ¿Debe temerse a un “artista fallido”? Háganme esa pregunta, pensaba mi amigo.