Yo fui ganador de plata, dice el taxista. Lleva mascarilla. Hay una mampara que separa al conductor de los pasajeros. Además el conductor habla bajo y enrabiado. Hay un tipo de rabia que hace que la gente, en lugar de gritar, como que disminuye el tono de la voz. Y casi no salen las palabras. Incluso así, y a pesar de todos aquellos obstáculos, al taxista se le entiende.
Yo creo que se le entiende porque algo hay en su tono reivindicativo que aguza el oído. Debe ser su amargura. Aunque esto es improbable porque durante el camino no se logra develar si detrás del enojo (que si es evidente) hay una genuina amargura. El relato no es tan distinto del que hacen muchos padres que ya tienen hijos mayores. Es frecuente que cuando los padres están endeudados los hijos, que ya trabajan y ganan plata, no acudan en su socorro. Es común además que un hijo viva con sus padres y que, no obstante el sueldo más que suficiente, no colabore económicamente con la casa y que su mermado aporte sólo se reduzca al pago de alguna cuenta, principalmente el plan de internet que el mismo ocupa en su totalidad. No hay compra de mercadería, artículos de aseo ni menos un balón de gas. Esto que el taxista relata yo lo vengo escuchando desde hace años. Tampoco sé porqué no puedo dejar de escuchar este alegato. Y misteriosamente el oído me funciona mejor cuando se toca el tema aunque no haya sorpresa en el relato, ni hechos de sangre, degeneración o robo de animales.
La explicación más a la mano es que, como supuestamente le tengo mala voluntad a las nuevas generaciones, cada vez que un taxista (y no sólo un taxista) se pone a criticar a la cabrería joven no tanto por el consumo de marihuana o trago fuerte sino por el aspecto aquel de su miserable aporte económico al hogar, sucede que me viene un regocijo por esta desgracia. Eso no es tan cierto. Yo siempre he tenido curiosidad por la compra de mercadería en general, sea por mayor y al detalle, y esto porque mi padre era comerciante de boliche chico y me obligaba a pasar largas jornadas cuidando el furgón utilitario que tenía mientras él -y a veces un hermano mío claramente más privilegiado- ingresaban a la feria de lo Valledor en busca de provisiones.
Yo sé que cuando el hombre dice Yo fui ganador de plata, esto se relaciona con que nunca dejó de aportar para el hogar y que cuando se produjo la infeliz separación con la madre de sus hijos, hecho al parecer común entre los taxistas, jamás le faltó nada ni a la mujer despechada ni a los niños. Lo habitual es que no obstante la generosidad dispensada en aquellos años el pago posterior de la familia sea mezquino. Los hijos suelen ser como las pelotas. Gente vil y egoísta. Algunos visten como delincuentes centroamericanos. El padre sigue trabajando ya que después de la separación ha tenido una nueva camada de hijos, quienes por cierto no han sufrido penuria alguna. Sin embargo la madre nuevamente no está a la altura de los acontecimientos. En esta parte es común que se hable de infidelidad. Pero no de lesbianismo.
El relato se repite en cada viaje. Aburre y obsesiona por partes iguales. Mientras tanto muchos jóvenes llevan vidas desastrosas, algunos enloquecen, otros deciden estudiar o trabajar. Los menos parten a regiones, a alguna faena remota. Todo lo que se escucha al respecto tiene el tono de una pobre conformidad. Puede que la queja económica, narrada con algún detalle, efectivamente atrape a cierto auditorio. Estas cosas pasan. Uno no las puede desconocer y creo que a estas alturas lo mejor es resignarse. Por lo demás hay que admitir que el relato de la bonanza monetaria suele ser insoportable. Lo mismo que las historias de enfermedades, de castigos, de orfandad temprana y de litigios por herencia.
Me acuerdo de cierto vecino que, cuando estábamos en el campo, llegó a contarle a mi mamá sus desventuras de infancia. Pasaba la tarde y el hombre no se iba. Tragedia tras tragedia la niñez de este hombre transcurría con dificultad. A mí la escena me daba miedo porque sabía que luego mi madre, impactada, nos obligaría a escuchar su propia versión de los pesares del visitante. Y así fue. Esa tarde, durante la once, cuando por fin el vecino decidió irse no sin antes haber derramado algunas lágrimas, a su manera aliviado.
Así llegó la noche, mientras mi madre relataba con detalle los sufrimientos ajenos.
Creo que a veces uno está obligado a escuchar.