Los integrantes de la banda travestida que participó en aquella lamentable puesta en escena que cerró el acto del Apruebo en Valparaíso, ahora protestan –creo que con alguna razón– diciendo que por causa de lo ocurrido han recibido amenazas de muerte y que no tienen manera de salir a la calle a procurarse el sustento. Por eso en el anuncio donde comparten su malestar y angustia en las redes sociales dejan de paso consignada una cuenta rut para ver si alguien decide depositar algún dinero como gesto de solidaridad y quizá de perdón.
Hay un acuerdo general sobre la naturaleza de lo sucedido. Incluso antes de que alguien sacara el argumento de que podía haber niños entre el público que contempló con pavor la bandera mancillada, el consenso indicaba que –y sin contar con la edad de los presentes– la acción era por sobre todo fea y repulsiva. Yo diría que asquerosa. El entusiasta comentario de cierre de la periodista que conducía el espectáculo, donde se refirió a cierta incapacidad semántica del mundo del Rechazo para inmunizarse de la sensación de asco por lo sucedido, puede que haya hecho más ominoso el asunto y que posiblemente lo haya empeorado. Que también el discurso de la periodista y sus gestos desfachatados hayan provocado asco, mientras festinaba por lo sucedido antes de caer en la cuenta de su responsabilidad y autocancelarse como hizo al día siguiente.
Planificado o no, su comentario fue parte de la performance y quedó ligado para siempre en esta cadena de hechos potencialmente delictuales. Sin embargo, autocancelada y todo no la hemos visto luego de una semana del evento suplicando por fondos para poder sobrevivir. Eso naturalmente tiene que ver con la pobreza. No es difícil darse cuenta. El pornoterrorismo (así lo llama la agrupación de marras) encontró su nicho en aquellos días oscuros de octubre de 2019. Todavía se recuerda, también con repulsa, lo sucedido en el frontis de la Universidad Católica. Todos saben que ahí pasó algo similar a lo de Valparaíso. Un crudo ataque contra la dictadura sexual puesto en escena de la manera por todos conocida. Salvo un comentario a la pasada de la Defensoría de la Niñez, no logro encontrar crítica alguna de parte del mundo del Octubrismo sobre el hecho. Y eso a nadie debería extrañarle. El pornoterrorismo se sustenta en los círculos del underground duro y entre cierta intelectualidad que recibe con agrado todo escándalo y destrucción que no se desarrolle cerca de su casa. A diferencia del Circo Timoteo, show que mucha gente afín al travestismo viene disfrutando desde hace años, esta iniciativa carece de toda contemplación con el espectador quien, quizá animado por una insana curiosidad o con la sorpresa de quien le toca un terceo, debe observar el desarrollo de estos impactantes acontecimientos. No falta quien hable de una acción política. Y que diga que los actos pornoterroristas son hijos bastardos del Situacionismo, que tanto gustaba entre los jóvenes burgueses de los 60 acostumbrados a irrumpir con sus happenings en los espacios cotidianos de la sociedad capitalista sin correr riesgo alguno. Pero en esto –cuando hoy se habla de acto político– también hay cierto desprecio, solapado pero desprecio al fin, sobre las perversiones que vienen desde el mundo de la pobreza y que tienen alguna posibilidad de encajar en el escenario contracultural. El uso político le ha dado a estas prácticas una vida engañosa y pasajera, con ideólogos entusiasmados pero hábilmente lejanos y bien guarnecidos. Por lo menos con ahorros para no andar macheteando luego de una semana de ocurrido el sacrificio.
Son actos raros, difícilmente clasificables, que casi nadie podría disfrutar. Y esto es difícil saberlo pero uno quisiera creer que, no obstante su propio oscurantismo, en el siglo XIX había algo más de honestidad al respecto. Richard von Krafft-Ebing tenía la posibilidad de reunir en su obra Psicopatía Sexualis todo el vasto catálogo de degeneraciones identificadas en ese tiempo, sin preocuparse por su significado antisistémico. Podía trabajar tranquilo, sin culpa ni miedo. Como hacían los antiguos alienistas. No tenía al lado a todo al lote identitario y chanta tratándolo de mala manera –como a un criminal– ni a nadie promocionado rabiosamente la exhibición de estas prácticas con la intención de sembrar el terror entre las élites del Imperio Austro-Húngaro.
Pero no hay duda que el mundo cultural ha sido traicionero. Y con esta banda travestida la cosa va ser peor. Porque al acuerdo sobre el asco y el daño a la causa del Apruebo, se agrega el general deseo de que sean severamente castigados por la justicia. Como saltimbanquis pobres y privados de talento, autores de una ofensa que creyeron apropiada para el criterio de la izquierda posmoderna, nada les asegura que todo su envalentonamiento no tenga otro destino que la miseria. Todavía reclaman por el pago que no recibieron aquella noche. Y sus extraños admiradores ahora se alejan de ellos como si habitaran un leprosario. Los mismos que se sentían parte de un situacionismo ultrón, amargamente chileno, feo como todo lo que dejan a su paso. Y esta es la performance final: la banda de travestis pidiendo plata –cual payasos deformados esperando a Godot– en una ciudad perdida, megalómana y lastimera. Una ciudad sin esperanza.