A la hora de hablar de docencia escolar, curiosamente aparecen diversos profesionales que asumen tener injerencia en el tema e incluso habilidades de conducción. Pareciera que en este oficio no importan los años de pabellón ni las horas de vuelo. Los profesores deben ceder la palabra y opinar al final. De lo contrario son tratados de caprichosos y obstruccionistas.
Apenas se agita la palestra, no demoran en florecer candidatos constituyentes, diputados, periodistas y economistas sugiriendo directrices orgánicas y claves de rendimiento escolar. Las particularidades técnicas del oficio pedagógico pasan a flotar en el campo de “la opinión” —¿les ocurrirá esto a ortodoncistas o ingenieros calculistas?— y, sin medias tintas, los especialistas en materias ajenas exponen recetas y posibilidades desde su invaluable experiencia como alumnos, padres, tíos, empresarios o académicos. Pareciera, de pronto, que escribir papers y columnas nos faculta a todos para entender estrategias de lectoescritura infantil. O que tener hijos nos legitima, automáticamente, para dilucidar el proceso de socialización adolescente.
Es curioso cuando en programas radiales y televisivos se discute sobre educación y no se integra al panel ningún profesor de aula. Y las razones para esta inadvertencia se asocian, generalmente, a la supuesta intransigencia del Colegio de Profesores (en este caso, ¿por qué se vincularía inherentemente al profesional y a la política gremial?) y, ya en pandemia, a las escasas ganas que tendrían de sacarse el pijama de abajo y volver a terreno. Esta última idea podría ser una exageración pedestre, pero fue literalmente expresada en una viñeta de El Mercurio y argumentada por el ministro de Economía en ejercicio. ¿Se le pidió al ministro la jubilación o el recambio por algún profesional nórdico? No. Se le entendió mal, dijo. No lo quiso decir así. Él sabe cómo hacer la pega.
Me temo que quedará muy vívido el festival de mezquindades que el presente gobierno ha dirigido hacia los profesores. Porque como si no hubiese bastado la ineptitud y agresividad de Varela y Cubillos dirigiendo la cartera, ahora se suma la propuesta de un candidato presidencial de importar docentes extranjeros. Así como una transnacional de aspiradoras-robot importaría especialistas de países con mayor tradición en aspiradoras-robot, el economista Ignacio Briones consideraría una estupenda idea traer educadores de potencias escolares y así mejorar nuestro desempeño en las pruebas estandarizadas.
Por supuesto que no se trata de objetar la integración de profesores de cualquier parte del mundo a las escuelas chilenas y, por chovinismo o proteccionismo, azuzar la hegemonía o exclusividad de los docentes chilenos. En ningún caso. El punto es develar cómo la noción gerencial y tecnocéntrica de Briones reafirma una latente desacreditación del oficio. Creer que un educador extranjero estaría más calificado que uno local —¿porque ha tenido mejor formación?—, encierra un desconocimiento sideral de los intersticios de la rutina de enseñanza. Una desconcertante inadvertencia del entramado cultural que escenifica una escuela. Hay bastantes zonas mudas e impredecibles en la ecuación clase-rendimiento-disciplina-promedio de notas. Y hablamos del contexto sociocultural de los estudiantes, claro, pero más específicamente de sus realidades materiales, de las particularidades del modelo económico-educativo, de las expectativas y realidades de la educación superior, de los referentes locales de consumo, de la plasticidad de la lengua y las variables sociales o geográficas, de la música o deportes que los mueven, del tipo de drogas o aprietos financieros que consumen a sus padres.
Sería interesante ver a colegas del primer mundo parándose en una sala de profesores chilena y ojeando el calendario semanal. ¿Qué opinarían de las escasas horas no lectivas, de la limitada libertad de enseñanza —a pesar de escuchar seguidamente el concepto de innovación o creatividad— y de la obligación de perfeccionarse en dudosos cursos ministeriales? ¿Qué opinarían al ser presionados con total naturalidad a corregir pruebas el fin de semana? ¿Qué opinarían al enterarse de que deben guiar las clases virtuales desde sus computadores personales y, de paso, que varios de sus estudiantes no tienen acceso a un equipamiento adecuado ni a una conexión 4G?
En el primer acercamiento con el establecimiento, los profesores de importación contarían cuarentaicinco estudiantes en la lista en vez de los veinticinco que ya consideraban suficientes. Y al llegar a sus casas, escucharían a alguna autoridad diagnosticando enérgicamente las claves para mejorar la educación chilena, y horas más tarde, a esa misma autoridad reclamando haber sido tergiversado. En sus rectificaciones dirían que los profesores tienen toda su admiración y cariño. Que son uno de nuestros bienes inmateriales más preciados.