Hay ancianos que se pierden, abren las ventanas en las noches y se van mientras los demás duermen. Nadie sabe para qué o qué andan buscando. Alguno que ha sido encontrado dice que iba a su casa allá lejos, su casa de la niñez.
Hace poco, aquí en Caracoles, cerca de Ancud, aparecieron en los postes de luz unas fotocopias del rostro de un anciano con el letrero SE BUSCA y un número de teléfono. La familia vive desde hace décadas en la ciudad y como se perdió en un sector rural, hay, todavía, mucho bosque; sus hijos estaban preocupados y junto a carabineros y bomberos, salieron con los vecinos a rastrear. Por esos días hubo temperaturas muy bajas, así es que las horas pasaban amenazantes y las noches, peor; al tercer día de búsqueda, uno de los hijos del anciano le comentó a los bomberos que, cuando era niño, su padre le enseñó a hacer montículos de piedras para entretenerse mientras él trabajaba en el campo. Uno de los bomberos recordó haber visto montoncitos de piedra en uno de los lugares donde pasaron, volvieron a buscar con más ahínco y lo hallaron, con hipotermia, pero vivo y consciente. Como era de origen campesino conocía el habla de la naturaleza, se había mantenido caminando en las noches, no se quedaba inactivo, contó.
Cada vez que arrecian los acontecimientos duros de este año pandémico y los aparatos informativos despliegan su manto negro sobre los días, pienso en estas historias. Y escucho cómo en cada una, un poco en sordina, se está hablando del retorno.
Este año de la peste, nos está pesando como décadas. Cuestiones impensadas, se vuelven posibilidades que toman forma y se yerguen ante nuestros sentidos con firmeza y, aunque tenemos poca capacidad de movimiento, es posible elegir entre sumergirse en las sombras o buscar sentido a los pequeños acontecimientos amables de cada día. Parece antojadizo en medio de las desgracias que afectan a tantos, pero el poeta latino Horacio nos regaló la expresión carpe diem, aprovecha el día, no malgastes el día. Y dan ganas de vivir en plenitud este presente sostenido. Se desea forzar los límites de la experiencia cotidiana, mirar de nuevo, apreciar los gestos pequeños y sencillos, enseñar a los niños a compartir tantos mundos silenciados por la ruidosa presencia de los medios tecnológicos. Y claro, dan ganas también de empezar a leer como hacíamos de niños: caminar, respirar todos esos mundos que desbordan las páginas y nos rodean. Nos hacen comprender el corazón humano y nos equipan para soñar también nuestros propios universos.
Cada vez parece más necesario buscar una vida retirada de las obligaciones banales y la liviandad de cierta consumista vida citadina, por ejemplo. Ir armando la trama de una delicada experiencia que nos aleje de la acumulación de bienes; de que nos aparte de la fantasía de la eterna excitación, de los voladores de luces. Se trata, tal vez, de volver, repasar los principios que nos hacen mejores; revisar aquellos actos que permiten el buen vivir con los otros, nuestros semejantes.
Gabriela Mistral dice (porque está más viva que nunca): “Tengo un día, si lo sé aprovechar, tengo un tesoro.” ¿Qué hubiera sentido en el ayer reciente, anterior al estallido social y a la pandemia? Expuesta, como nosotros, a las imágenes que llenaban todos los espacios de comunicación social dorando la esclavitud del deseo, incitando a gastarse la vida en una rueda interminable de ganar para consumir, reverenciando el vivir para sí mismo solamente; pienso que habría levantado la voz. Pienso que habría escrito muchos Recados contando de otra vida posible.
Tenemos la experiencia nueva de hacer largas filas para todo: en el Registro Civil, las AFP, el correo, la farmacia. Y en todas se oyen quejas, comentarios, se conversa a pesar de las mascarillas y la distancia social. Los chilotes hemos sido criados en la mansedumbre y esta nueva obligación rápidamente empieza a mutar como una forma de encuentro: cuánto tiempo que no te veía, cómo está tu papá, dónde estás trabajando ahora, cómo estás llevando este tiempo.
En la televisión, en cambio, parece reinar la violencia. En las pantallas está el Chile que agrede y asalta y hace peor la precaria vida de los ciudadanos, es agobiante la enumeración de males cotidianos que no dan respiro. Muchos se duelen con las escenas de evidente descomposición, acuciados por un vago sentido de pérdida; otros se indignan y exigen mayor “control” como si los impulsos desatados pudieran alejarse por decreto del espíritu herido de la ciudad.
Cargados, como estamos, con el peso de estos días, se nos abre la única forma amable de mirar el futuro: idear / soñar / pensar un nuevo pacto social.
Vivo estos días con una poderosa necesidad de participar en los cambios que se avecinan, aunque sea de una pequeña porción de mundo o, dicho de otro modo, de dar un giro al curso de la vida tan llena de supuestos como solíamos tener. Hay palabras que nos rondan y quisiéramos volver a usar con la conciencia en ristre: austeridad, refundar, recuperación, deleite, afectos, ternura, responsabilidad, respeto, retribución, agradecimiento…
Me emociona tener sesenta años y tanto que aprender; me gusta sentir que puedo dejar formas de vida que ya demostraron su deterioro, su inutilidad, para establecer otras maneras. Quiero sentir a mis vecinos y los suyos usar sus capacidades para acompañar un proceso de cambio, un enriquecimiento de la cotidianeidad y luchar sin claudicar por mejores condiciones de vida para todos.
Volver, un poco, al niño que fuimos y acumular las piedrecitas de la curiosidad, la valentía, la entrega. Esa curiosidad por la experiencia que nos hacía maravillarnos hasta de la fealdad. Nuestra vida, una hoja en blanco en que todo estaba por escribirse.