Entre los cientos de mensajes que llegan a través de los aparatos y redes, que uno mira un poco por inercia a estas alturas, éste decía: La escuela volverá a ser el segundo hogar cuando la familia sea la primera escuela. Y en este mosaico de imágenes que pueblan los días, recordé escenas estrafalarias como un joven abrazando su almohada mientras estaba conectado a la clase, en paños menores, como me contaba una profesora de arte. Parecía actor porno, me dijo, exhibiéndose en el esplendor hormonal como si no hubiera nadie al frente. ¿Qué hiciste?, le pregunto. Lo de siempre: llamarlo aparte y hablarle de lo impropio, del valor de su intimidad.
O la nieta de mi amiga Natalia, que tiene muchas cualidades, pero a la hora de almuerzo, se sirvió una porción y, con toda naturalidad, se tendió en el sofá a comer mirando su celular. La abuela detuvo el tiempo con su mano levantada y la voz un tono más alto. Toda una gestualidad abandonada y mal vista hoy, pero necesaria para llamar la atención de alguien capturado por la pantalla. Le recordó el respeto debido a las horas en que alguien se dedicó a preparar los alimentos, a la mesa como lugar de encuentro, a que la cercanía afortunada (y excepcional hoy) de los que uno ama, es un tesoro que hay que cuidar. Y se invitó a la enfurruñada jovencita a la mesa.
Me gusta la simpleza de estas escenas. La naturalidad con que alguien no renuncia a su papel de guiar en el terreno pantanoso de la corrección política, la no censura, el desprecio por la autoridad.
Hay días en que cae sobre nosotros una avalancha de malas palabras, malos modos, como decían nuestros mayores. Se leen feroces descalificaciones ante cualquier opinión contraria a la propia. Las bestias que boquean en las pantallas son, a menudo, inofensivas en su versión material / física; uno no entiende bien en qué pliegue de su humanidad escondían tanta animosidad. Pero estamos condenados a esta nueva vida virtual y a buscar cómo no naufragar en ese oleaje perverso, tratando de entender el sonsonete degradado de una sociedad que hace tiempo ya no sabe cuál es el bien común.
Como si de un cuerpo enfermo se tratara, circulan por las arterias de nuestras comunidades, los restos silábicos de una lengua que se retuerce por el desprecio y rechazo a “lo otro”. Uno se pregunta ¿cómo se despedazó así nuestra lengua madre?
Las buenas maneras están tan unidas a las buenas palabras.
Cuando el poder y sus ramas extendidas por el suelo patrio, tuerce las formas, aparecen las palabras separadas de sentido, se arman otras hablas abriéndose paso mientras rompen la sintaxis, quitando comas y puntos. Como los cuerpos en las calles de la ciudad, son ríos de emociones que no aceptan el control ni el orden. Se trata de la desnudez de un lenguaje que castiga a la lengua que se supone correcta y va introduciendo otros códigos, nuevas formas que son la expresión iracunda de la marginación. “No sé hablar con palabras de escuela”, decía alguien, pero contaba que sí se podría ver el eclipse aunque los estudios climatológicos / científicos anunciaban que no. Desde su saber ancestral (que tuvo razón) no encontraba las herramientas para legitimar su conocimiento del mundo.
¿Cuándo se cortó el lazo entre las palabras y las personas que lo necesitaban para entenderse con otros?
En los pequeños lugares, diría el israelita Harari, la confianza era / es un elemento poderoso de cohesión y se cultivaba con gestos/ritos; es también confianza la que funda toda estructura social, por eso es tan tremenda para nuestra convivencia la fractura que ha quedado a la vista, amenazando derrumbe. Perdida la confianza, los modos, las formas, se quedan vacías.
Llegamos a esto por la disociación entre lo que se dice y lo que se hace. Había una lengua para la escuela y otra para el mundo exterior, entraban en colisión cuando salían de su espacio. La educación como territorio de preparación para la convivencia en sociedad, se convirtió en una experiencia lejana, no le servían de nada las reglas ni los conocimientos ni los sueños. Parecía que se estaba preparando a un joven lleno de vida para un tiempo que ya no existe.
Pero, de pronto, ambos mundos volvieron a unirse. Por cierto, no con la pirotecnia de una película moralista, más bien friccionando sus polos y ardiendo. Sin embargo, ahí, latiendo otra vez la oportunidad de encontrar significados, volver a rutinas que nos ayuden a con- vivir. Vuelven a ser importantes las buenas maneras, los pequeños tratos que construyen los días y permite que los afectos no se descompongan.
En la última reunión del año del Taller Mistral, terminamos haciendo balance; forzando un poco – pensé – la tecla de buscar algo bueno, siempre con el afán de estrujar la experiencia y un poco escéptica pensando en lo oscuro que debe ser vivir la adolescencia en confinamiento. Pero me sorprendieron las chicas: una dijo que lo mejor es que ella ya no tenía interés (así lo dijo) en el futuro. No hacía planes, no tenía plazos y eso la tranquilizó tanto. Aprendió a coser y se estaba haciendo ropa linda. Para poner en contexto, hablamos de una joven de diecisiete años “exitosa” de notas arriba de seis cuyo impulso vital la estaba llevando a una profesión liberal; otra habló acerca de su concentración en el momento, en cada pequeño goce. Una llegó a decir que el silencio estaba lleno de sentido ahora. Sabiduría que a veces cuesta una vida larga encontrar, se desplegó en ese encuentro tecnológico- pandémico y, a pesar del dicho de las golondrinas y el verano; creo que la bandada en sombras – con su diversidad – andará explorando por otros territorios impensados.
Pienso que este remezón de estructuras mentales, emocionales, físicas traerá mejoras o recuperación de formas que merecen un lugar.
“Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio”, leemos en Si esto es un hombre de Primo Levi. “Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, lavaron a los niños e hicieron el equipaje, y al amanecer, las alambradas espinosas estaban llenas de ropa infantil puestas a secar”. Sabemos que se trata del viaje espantoso a los campos de concentración, a la muerte y, sin embargo, Primo Levi nos pregunta como lectores “¿No harías igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le darías de comer hoy?”.
La solemne dignidad de empezar otra vez, pareciera venir en la voz espesa de los mayores. El profundo compromiso de educar pensando en fortalecer el ser: todo lo que viene cambiará y será otra aventura sin garantías. Solo uno enfrentado a la vicisitud de un organismo frágil en la inmensidad del universo; nuestra riqueza es esa tranquila convicción de sentir toda la humanidad contenida en cada gesto.