No podría dar más antecedentes pero no tengo duda de que este año las cajas de Navidad van a fracasar, tal como sus antecesoras las cajas de la pandemia. O van a llegar a destiempo o finalmente no van a llegar a manos de quienes más las necesitan. Esta desesperanza -tan propia del carácter ambivalente de las fiestas de fin de año que tanto alegran como entristecen- de cierta manera es necesaria. Puede que en este asunto en particular el gobierno no tenga toda la responsabilidad. Pero igual se va a sumar a su desastrosa gestión y por lo demás es bueno que se realice esta operatoria. Un ataque que nunca debería acabarse.
Lo cierto es que hace rato que vengo escuchando que la gente alega en contra del pan de pascua que viene en las cajas navideñas. Por lo menos las que entrega el sector público a sus trabajadores son objeto de toda suerte de escarnio. Sabemos que podrían alegar contra todo el contenido pero habitualmente el pan de pascua es el más perjudicado. Es parte del ritual decidirse a probarlo –con el riesgo que ello implica– para luego encontrar que la preparación está seca o cargada a la fruta confitada. Una inevitable compulsión que sólo lleva al desprecio.
El pan de pascua de calidad suele ser caro y a veces demasiado caro. Por el precio de uno –de un kilo aproximadamente- se puede comprar hasta cinco de los baratos. El mundo de la repostería en serio no puede ingresar a la lista de oferentes que surten estos productos ni menos contactar de forma privada a los comités navideños ni a los encargados de bienestar que son los responsables finales, creo, de las compras en nombre del personal de la institución. Si alguien, en un gesto iluminado, optara por una de las versiones caras -aumentando costos de forma injustificada- de seguro habría reclamos y hasta denuncias en la Contraloría.
Es preferible el costo político del pan de mala calidad. A diferencia de la cerveza barata, que bien helada se prueba con gusto, el pan de que hablamos no tiene arreglo. Muchas veces se vuelve a regalar como gesto de falsa generosidad.
Algunos especialistas que han apostado por un producto de alta gama (apto para concurso de cronistas gastronómicos) se sienten parte de esta cadena de desigualdad. Asoma un pensamiento casi culposo, incluso sabiendo que están de manos atadas. Pero pensar en los pobres mientras se elabora un producto caro en algo disminuye la tontera de la culpa. Es como persignarse. Acá viene el lugar común: finalmente la degradación de una mercadería y su distribución entre el pueblo cansado nuevamente podría ser parte, no sé de qué manera pero así se argumenta en estos días, de una violencia estructural tan extensamente ejemplificada. O sea que este pan seco a su manera empeora las cosas.
Pienso en el resto de los contenidos de la caja. Productos de los que nadie habla: aceite, azúcar, duraznos en conserva, té en bolsas. (Alguna vez alguien decidió incluir donde yo trabajo, y corriendo todos los riesgos, un pollo congelado). Estas mercaderías son como la parte del sistema que nadie aspira a cambiar. Objetos sin vocación, ninguneados por la cotidianeidad. Algo les ha pasado que ya no sirven para aliviar la inexorable idea de humillación e indignidad.
Por lo demás sabemos que hace rato las cajas ya no alivian ningún malestar y esto naturalmente es bueno porque demuestra que existe un deseo que no puede ser satisfecho con objetos vulgares. Pero también es absurdo pensar que los productos gourmet y en general la comida rica podrían disminuir la rabia. Algunos especialistas creen que sí. Por eso se persignan pensando en el pueblo cada vez que una delicia sale de sus manos.
Luego maldicen el modelo con un gesto vehemente e incomprensible –no sé si finalmente pagano- sobre el mandil que llevan puesto. En el aire, era que no, hay olor a canela y a esencias. Como a cola de mono.