1. Poco antes del 18 de octubre dejó de exhibirse en el MNBA la exposición “Monumento editado” del artista chileno Andrés Durán. Su sorprendente obra presenta diversos tipos de manipulaciones digitales a monumentos fotografiados en Argentina, Perú, Bolivia y Chile. El propio artista describe su trabajo como un tipo de escultura digital que consiste en replicar la estética del plinto sobre la figura, de modo que la representación humana queda sumergida dentro de un cuerpo sólido.
Un monumento normalmente es asimétrico. Entre la base y la figura que emerge de ella se establece una relación tensa y dinámica. El soporte es tupido y corpulento mientras que la representación humana, no siendo volátil, es claramente más ligera, más irregular. Pero Andrés Durán produce una notable (e incómoda) simetría entre el pedestal y la imagen que soporta, como si se tratara de un objeto reflejado en el agua. Lo disímil ahora irrumpe equilibrado. Cada extremo del monumento tiene el mismo peso visual, por lo que la funcionalidad original del pedestal queda superada y ahora, traicionando su anonimato inicial, devora la obra de arte casi por completo. Lo que era accesorio y secundario (el pedestal) se emancipa consumiendo a la parte principal de la pieza (la figura).
Tapar de este modo los monumentos, meses o años antes de todo el mambo con la estatua del general Baquedano o de la cultura de la cancelación en Europa y en Estados Unidos, bien podría tener un acento profético. Pero lo que me parece más fascinante es pensar la impertinencia casi total del monumento en una época como la nuestra. ¿Quién merecería un monumento hoy? ¿El monumento es merecido? ¿Por qué? ¿Y qué sentido tiene el monumento como dispositivo cultural o político? Parece que ninguno. Emerge, más bien, como ruina o fragmento o residuo que, por lo mismo, llegada la hora, debe deponerse. Se dice que, en gran parte de los casos, los monumentos celebran el poder y la violencia, lo que daría motivos para removerlos. Ahora bien, una época como la nuestra, cuya violencia es multifacética y a veces subrepticia, ¿qué consideraciones utilizará para abolirlos? O, dicho de otro modo: hay que tener en cuenta la tentación de esa violencia latente, simbólica; que esa fuerza que hiberna en la piedra es seductora y exasperante hasta el punto de producir sus propias guerras. De un lado la ficción, del otro la realidad y ambas, por supuesto, teñidas la una de la otra de manera que sea difícil marcar el límite.
¿No se trataba de eso mismo la escultura del “perro matapacos”? Un monumento cuya materialidad, frágil y precaria, era tan efímera como el símbolo al que daba sustento, entendiendo que toda su potencia residía precisamente en manifestarse de este modo, casi exangüe en la corporalidad, pero enérgico en sus expectativas. Es increíble lo que hacen estos paisajes tan teñidos —aunque sea fugazmente— por la beligerancia simbólica. Tienen una espontaneidad colectiva que transita entre la realidad y la ficción de un modo tan robusto e incansable, que mientras pensamos que la lucha está en la primera, puede que estemos enjaulados dentro de la segunda.
2. Hay placas de metal, pedestales, estatuas, etc. Más allá del ejercicio del recuerdo o del honor, de la memoria o del poder, esa materialidad tan propia de los antiguos parece ahora incapaz de rivalizar con la exaltación continuada y mecánica a la que nos dedicamos con las redes sociales, inmateriales y efímeras. Con mayor o menor pudor, recogemos de Tocqueville su idea de que somos “individuos igualmente ilustrados, igualmente virtuosos e igualmente fuertes” y le damos con todo al cultivo personal. ¿Habrá una mejor concepción que esta para desenvolverse en internet —sin vergüenza— con la verborrea del residuo político y el expresionismo de un actor?
Las imágenes parecen intangibles y volátiles en internet, aunque se acumulan pantanosamente y dan vida a un archivo proclive a la inquisición tanto como al panegírico, ambos un tanto irracionales. Ese archivo, indudablemente, no es nuestro. Pero tampoco se pertenece a sí mismo. Está ahí. Y este “ahí” es, paradojalmente, inestable e inaprensible.
En teoría somos curadores de nuestro perfil. Las imágenes se multiplican bajo el supuesto de que se nos subordinan, en tanto seríamos dueños de la galería de arte que es nuestra vida digital. Pero los patrones visuales, los encuadres estandarizados y los marcos conceptuales bajo los que se propagan los memes, parecen mostrar que las imágenes se amplifican sin fundamento curatorial. Lo que no significa que lo contrario pueda ser cierto: que, aun careciendo de un origen curatorial, la imagen pueda tener un fin curatorial, donde no es la mente quién selecciona, agrupa y articula un conjunto de imágenes, sino donde las imágenes producen y procrean un tipo de mente.
Nada de esto tiene mucha novedad, en todo caso, si uno lo compara con la emergencia de la fotografía hace dos siglos, y los modos en que la burguesía vio en ella un mecanismo a través del cual reconocerse y fijar su identidad. Para la intelectual francesa Gisèle Freund, de hecho, más allá de su valor documental, la foto se convirtió «… en la expresión de la democracia». El peligro latente, entonces, tanto ayer como hoy: ignorar que la imagen, por muy diversa que se vuelva, tiene una matriz, un cliché le decían antes. Y que ese cliché —como revela la acepción contemporánea— puede volverse mental.
3. «Pesa menos que un paquete de cabritas» A veces decimos eso para referirnos a la falta de fuerza o de poder. Yo pienso, sin embargo, en esa holgura del papel, esa vaporosa constitución del paquete que perdiendo su contenido sucumbe al aire, se hincha en la mano con un poco de viento, como si fuera una falda de gasa, o dos alas azules que se repliegan y que se estiran de forma natural, sin artificio, de aquí para allá, como la hoja que cuelga de un soplido.
La concavidad de ese paquete, los plisados, la contextura predispuesta como un globo hinchado en la boca. Un paquete de cabritas. Livianito. Grácil. Flotante. Alto. Sujeto a fuerzas que lo superan, que lo exceden en la ecuación migratoria. Movible. Pensando en celulares y diseño web: “responsive”. Vacío de voluntad. Sincero. Flexible, voluble, libre de dogmatismo. Grácil. “Del aire al aire” decía Neruda, poeta que uno podría caracterizar en el sentido opuesto: un “peso pesado”. Volumen, densidad, jurisdicción. Creo que en sus memorias Neruda comenta su vocación por el peso, y en términos muy literales. Junto a Rafael Alberti visitaban las librerías españolas para medirse la ponchera en libros. Utilizaban el reflejo de la vitrina como un espejo. Era una competencia que seguramente incluía, de una forma ahora figurada, la ingesta intelectual y el proceso de digestión creativa.
Las familias tipográficas tienen su propia relación con el peso, en este caso estrictamente visual. “Regular”, “Roman” o “Book” es la fuente en su peso balanceado. “Light” y “Bold” marcan ciertos extremos, todavía incipientes ante las versiones “Extra bold” o “Extra light”. Hay también “Black”, “Condensada” y “Expandida”. El tipógrafo argentino Alejandro Lo Celso denominó “Chocolate” a una de las variantes de la familia “Rayuela”, que diseñó en homenaje a Julio Cortázar.
Entre el peso y lo liviano ¿no hablaba de esto Kundera? “Livianito de sangre” le dicen como halago al sujeto humilde, esa persona libre de orgullo. Pero frente a la parca, ya que estamos en esto: ¿quién no pesa menos que un paquete de cabritas?