1. Si “abril es el mes más cruel”, qué queda para marzo. Treinta y un días estrechos y fríos como una guillotina.
En un famoso spot nos interpelaban así: “¿Se te apareció marzo?” La pregunta concluía el ritual de expresiones faciales y risas sardónicas del actor, en medio de un paisaje idílico amenazado por una catástrofe imprevista. Pero la pregunta era engañosa. Desviaba la atención. Aunque marzo exaspera al llegar, es mucho más agria su partida.
Marzo no es tanto un invitado indeseado como uno hipócrita, un zopilote que entra en escena y que desaparece antes de que uno pueda reclamarle. Es el servicio público, la burocracia del calendario. Nos confunde, nos enreda, nos pide papeles y certificados notariales, nos amarga el pepino y entonces, cuando uno ha perdido la paciencia…a otra cosa mariposa.
Yo quería escribir (en marzo) sobre marzo y sus peculiaridades. Pero marzo mismo no me dejó. Me impulsó mes afuera. Me regurgitó. Así que no solo me quedé sin columna y sin marzo, sino también sin la posibilidad de dar la pelea a tiempo; exiliado, por lo tanto, de la contingencia. He evadido tantas batallas en mi vida, y ahora que iba al frente, el oponente me vomitó.
Marzo es calor y profetiza el otoño. Es consumista. Reúne a multitudes y disgrega a las familias. Es un cubículo y la micro que tan bien describió Lêdo Ivo en su poema “Los pobres en la estación de autobuses”.
Marzo es el quicio, la bisagra, las jambas y el dintel. Y se cruza, por supuesto, mecánicamente, sin pensar. Por eso es marzo.
2. Con impecable sincronía dos libros publicados recientemente dedican algunas páginas a un mismo hombre: James Bryan Conant. En el primero de ellos (“La tiranía del mérito”, septiembre 2020), Michael Sandel lo describe en relación con el SAT, un test de inteligencia utilizado en la primera guerra mundial. Inspirado —según Sandel— en una concepción errónea del mérito, Conant lo aplicó en la Universidad de Harvad. Su propósito era becar estudiantes por sus capacidades y no por sus redes familiares, los apellidos o una ventaja heredada. Negándose a reproducir las inequidades de la educación escolar, el test ignoraba a propósito los contenidos enseñados en las escuelas, enfocándose en “medir la inteligencia”, sea lo que sea que eso signifique.
La tesis de Sandel es que “el mérito”, un recurso dizque inspirador al que acuden tanto la izquierda como la derecha, crea una especie de aristocracia académica que reproduce las inequidades y los resentimientos a las que nos tienen acostumbrados las desigualdades económicas. Dicho de otro modo: el mérito fundará sus propias élites, endogámicas y autosuficientes y, por lo mismo, tendientes a un sutil desprecio por el desafortunado y el marginal que no fue capaz de “tejer su propio destino”. De más está decir que esta imagen resulta esencial para buena parte de la poesía moderna, de las películas edulcoradas y de las series juveniles de Disney.
Otro aspecto de la teoría de Sandel refiere a una especie de ceguera moral. La padecerían, obviamente, aquellos que triunfan sobre la base de sus méritos. Para decirlo en términos cristianos, ellos ignoran el rol de “la gracia” divina. La persona exitosa y convencida de su propio mérito, suprime el hecho de que es imposible “hacerse a uno mismo” sin la confluencia de los amigos, los profesores, unas condiciones naturales en las que no tenemos ni pito que tocar, así como las contingencias que pueden favorecer o neutralizar un proyecto.
El trabajo de Conant, según Sandel, institucionaliza este sentido pernicioso de la meritocracia, agobiando a “los fracasados” en su propia culpa y a los exitosos en su soberbia.
En el segundo libro donde Conant es aludido (“1943 / La crisis del humanismo cristiano”, enero 2021) Alan Jacobs —su autor— reconstruye una variedad de proyectos reflexivos que, inspirados en la cosmovisión cristiana, se preguntan por la sociedad que emergerá una vez concluida la segunda guerra mundial. La pluralidad de registros va desde T. S. Eliot a W.H. Auden, pasando por Jacques Maritain, Simon Weil y C.S Lewis. Todo el despliegue intelectual, lejos de una descripción victoriosa, configura un panorama más bien árido e infructuoso.
En medio de este fracaso, Conant aparece como un ejemplo de la mentalidad tecnócrata que finalmente prosperó. La víctima principal: la educación, ahora convertida en una “ciencia de la enseñanza”, emancipada de la singularidad (y acopio natural) de cada disciplina. Es una especie de estrategia general, abstracta y mecánica, más que un conocimiento encarnado y transmisible que debiera responder a su esencia variada y compleja. Para Auden, la educación se volvió un “régimen apolíneo”.
La utopía técnica que le dio sustento se esparció hasta llegar a la Universidad, donde hoy «la Verdad es reemplazada por el conocimiento útil», como dice el famoso poema que Auden leyó frente a Conant. Esto último me recordó a una secretaria académica que empezó a pedirnos nuestras claves de los e-mails institucionales para supervisar el correcto y oportuno envío de rúbricas, pautas de cotejo y otros instrumentos de evaluación. Era una señora ágil que sabía gesticular con un bamboleo alegre cuando pedía alguna cosa inverosímil. Soltaba un breve bufido, los rulos le acariciaban los carillos y entre el gris de las cejas se le abría una concavidad que contrastaba con el brillo de la pupila. La miré perplejo cuando me pidió la clave. Ella sonrió.
3. Recuerdo a García Lorca.
Hace veinte años mi papá me regaló la biografía que Ian Gibson escribió sobre el poeta. Son dos tomos corpulentos. La sobrecubierta de cada uno los envuelve como una caricia. Están impresas a todo color, tienen folias plateadas y bajo la cara gris del retrato, el amarillo del nombre. El capitel es rojo y a una cierta distancia, mientras uno distraídamente gira el lomo macizo, parece una herida. No una herida mortal. Una herida leve, pero perpetua. Un tajo en el que la sangre está acumulada y detenida. Otra forma de sed.
Un amigo, sin ir más lejos, obligado (por espacio) a administrar severamente su biblioteca, tuvo que guardar en la bodega del edificio la edición Aguilar de la “Obra Completa” de García Lorca. Pero un invierno descubrió que la lluvia se había filtrado por los muros hasta mojar sus cajas con libros. Para su sorpresa, el agua que los pudo destrozar a todos fue absorbida casi completamente por el fornido tomo café del poeta granadino.
Lo impresionante es que Gibson cuenta que García Lorca no olvidaba nunca la abundancia de agua de Fuente Vaqueros, donde vivió su infancia. Llega a decir, de hecho, que «La Fuente no solo se sitúa, como hemos señalado, entre el Genil y el Cubillas, a poca distancia de su confluencia, sino que el pueblo está construido, casi literalmente, sobre el agua, pues hay debajo de él unos surtidísimos veneros que, según los habitantes del lugar, arrancan de Sierra Nevada».
Una forma antigua de sed.