En Año Nuevo nos acordamos del oso gigante. Yo me sentía más acabado y triste que de costumbre. El vino espumante, aunque uno le ponga tonteras como el Aperol o el Ramazotti, finalmente termina provocando sueño y algo raro en la vista, una falsa neblina, una lentitud que acentúa el acabamiento corporal y los malos presentimientos. Pero por algún motivo, quizá efecto paradójico de la misma lesera del espumante, nos acordamos del oso y nos vino tentación de risa. El oso había desaparecido (y posiblemente muerto) el 6 de julio de 2011 en el aeropuerto de Frankfurt. Era un enorme peluche, casi más grande que su dueña. Ella en vano había intentado colarlo como equipaje de mano en el vuelo que pronto partiría a Sudamérica. Pero estaba frente a funcionarios de actuar riguroso, que observaban el objeto con desaprobación pero quizá con ganas –por lo demás comprensibles- de destruirlo ahí mismo. Yo observaba la escena aparentando indiferencia entre el resto de los pasajeros que subían apurados sin hacer gesto alguno de solidaridad. Un rato después, cuando desde mi asiento la vi entrar al avión, el oso ya no estaba entre sus brazos. Su mayor recuerdo material de Europa se había perdido de una patada.
Yo suelo despreciar los peluches, más todavía si se trata de objetos amorosos. Recuerdo la foto de una muchacha recibiendo un peluche casi igual al de la historia, regalo de su entusiasta novio que en la imagen aparece haciendo una genuflexión. La muchacha sonríe con alguna lástima por todo este esfuerzo y él, desconociendo lo evidente, la mira con esperanza. En estos asuntos el deseo suele ser desigual.
Cuando vimos la foto ya no teníamos contacto con la muchacha, en otro tiempo muy allegada a nuestra familia. Hubo rumores malsanos. Dijeron, no una sino que varias veces, que el cabro (en realidad su padre) era de plata y que la colmaba de regalos pero que, debido a su origen humilde y escasa educación, tenía un gusto monstruoso y maximalista, muy cercano al narco-romanticismo tan famoso en la periferia. Había un malicioso desprecio, esa es la verdad. Yo lo único que tenía claro -y lo sé porque vi la foto- era la mirada de la muchacha. Su obligada conformidad ante ese sujeto deseante que no paraba de agasajarla incluso a riesgo de transformarse en un corpóreo.
Uno piensa en los objetos despreciados. Mirados a huevo desde un inicio y aceptados a la fuerza, siempre pensando en dónde serán escondidos hasta que el tiempo y el olvido permitan su eliminación. Eso no es tarea fácil. Un tío trajo una vez un teléfono de madera, antigüedad falsa comprada en la Zofri, para que la instaláramos en el comedor y durante años preguntó –decepcionado y la vez dolido- la razón de que el teléfono no estuviera visible y funcionando en el lugar que él previamente había elegido durante su viaje a Iquique.
Pero cuál es el momento propicio para deshacerse de estos objetos. No sé cuánto habrá esperado la muchacha, por ejemplo, para eliminar ese enorme narco peluche. En el caso del teléfono el tiempo ha pasado de manera inútil. Todavía está en alguna de las muchas bodegas secretas que hay en la casa de mis padres esperando su propia transfiguración. El tío ya no visita la casa pero todavía nadie se atreve a desobedecer de una vez por todas su poderoso designio. Puede que se trate de una maldición.
Al oso gigante, ahí está el problema, su dueña no lo despreciaba. Era un regalo importante, comprado en algún lugar de Europa –quizá Berlín, quizá Almería- después de un par de noches de shawarmas, cervezas de euro y escenas sexuales. Las promesas increíbles y desconsideradas de nuevo habían logrado detener el tiempo. Puede que hayan propiciado su regresión. La gente enamorada se vuelve todavía más cándida que en su niñez. Sueña lo que cualquiera en su condición sueña: alucina con un viaje de regreso donde finalmente podrá mostrar el anillo de compromiso y el oso gigante apenas se baje del avión. Y rápidamente arma una colección de imágenes y actos performativos que producen algún pudor entre el público curioso. Trata al muñeco como a un animal de compañía. Posiblemente le habla, tanto es el cariño que le tiene. Entonces, como es de esperar, sobreviene la realidad.
Pienso en ese oso detenido para siempre en el aeropuerto de Frankfurt, esperando su destrucción entre todos los objetos que han sido retenidos en el recinto. Y esto que de por sí es oscuro y pesaroso –un museo que a la mayoría le vale una verga- a mí en particular vuelve a llenarme la cabeza de contradicciones.
Me acuerdo de cuanto nos reímos de la escena. La mujer que trataba en vano de meter al oso gigante al avión y de los funcionarios mirándola con indolente autoridad. Era Año Nuevo y el espumante o la champaña como se le decía antes, enchulado a la manera de la nueva mixología, sólo producía sueño y más sueño. Incluso el ruido de los fuegos artificiales, que iluminaban el cielo doquiera uno mirara, nos volvía a la vida con dificultad.
Pero también me acuerdo de cierto poeta sacerdote que escribía sobre los desechos, las chatarras, los materiales que deja un desguace. El cura poeta decía: alguna vez también serán redimidos. Luego se me viene a la cabeza mi amiga Ingrid, muerta hace poco más de dos semanas luego de un cáncer tan polimorfo como interminable. Qué habrá traído en su último viaje desde Barcelona a Santiago. Qué dejó allá en su propia bodega de bienes irrecuperables. Poco antes de morir pidió que sus cenizas volvieran a España. Así imaginó el retorno. También transformada en objeto. Pensando a su manera, y como parte de su agonía, en una pequeña salvación.
En memoria de Ingrid González (1957-2021)