1ª parte
Chile despertó. Ese es el “hecho”, todavía simbólico si se quiere, que aglutina las expresiones y actividades que nos agitan desde el 18 de octubre pasado. Cinco sílabas que bien podrían formar parte de una seguidilla. El remate de una cueca. Chile despertó. Pero ¿de qué despertó? Algunos dicen enfáticos “de una pesadilla”, pero otros -probablemente una minoría- “de un sueño”.
Da harto para pensar esta imagen concisa y a la vez elocuente: despertar. Como no veo posible o productivo hablar de “un despertar” sin considerar de qué se ha despertado, hace varias semanas decidí leer o releer las novelas distópicas que tenía disponible en la casa. Las distopías son pesadillas y su solo dibujo exhibe como una matriz los sueños que las anteceden o desde los cuales eventualmente germinaron. Sueños y pesadillas emergen y subsisten en el mismo caldo enorme que llamamos “noche”. Son gemelos. Los Rómulo y Remo de la poética nocturna: maman de una misma bestia. Y trabajan -juntos o revueltos- para levantar sus propios imperios.
En un notable ensayo sobre la gestación de los símbolos de la Revolución Francesa, Ernst Gombrich resumió así la idea central de su texto: «El sueño de la razón produce monstruos puede entenderse ‘cuando la razón duerme, surgen los monstruos’ pero también puede referirse a ‘lo que sueña la razón’; y fuera lo que fuese que Goya pudiera haber pretendido decir, ambas interpretaciones contienen una verdad importante». ¡Qué precisa la observación de Gombrich! Si la razón da lugar a los monstruos mientras no está en ejercicio porque duerme, somos tentados a reclamarla lúcida para todas las esferas de la vida, evitando así la irrupción del mal, atento como buitre al decaimiento de la razón. Pero la razón también sueña aunque esté despierta. Trenza sus propias fantasías: benignas, bienintencionadas, frágiles o escandalosamente ambiguas. Raya para la suma entonces: somos nosotros los exigidos en la lucidez y el discernimiento.
“Las distopías son pesadillas y su solo dibujo exhibe como una matriz los sueños que las anteceden o desde los cuales eventualmente germinaron”
La mayor parte de las distopías, sin embargo, revelan lo contrario: entumecimiento social, vacío ciudadano, cegueras de distinto tipo y alcance. Unas formas extremas de parálisis tanto individual como colectiva. “La carretera” de Cormac McCarthy ofrece una imagen categórica al respecto: «Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo». Un mundo empañado ¡qué escena! Lo que es atmosférico aquí, como un sedimento de arena o ceniza que desvirtúa el paisaje, es mental o social en “Fahrenheit 451” o “1984”, ambas publicadas con una diferencia de pocos años.
Una de las cosas terribles de esta última, es que exhibe la tiranía no solo como una concentración y abuso de poder, con sus potencias coercitivas desatadas, sino más bien -y me perdonan el oportunismo acá- como una pandemia. Una infección que se contagia con tanta penetración y ubicuidad que no deja lugar a la “resistencia”, “a la disidencia” o a “liberación” alguna. Percola con su líquido invisible toda forma de tejido humano. “El cuento de la criada” o “Los testamentos”, por ejemplo, a pesar de su tenebroso panorama espiritual, están muy localizados y lindan con una especie de paraíso liberal donde las víctimas de este infierno deben huir: la misma Canadá que vio nacer a la autora. “Fahrenheit 451”, por otro lado, es el “despertar” de Guy Montag, quien termina vagabundeando por un territorio bucólico y connotativamente salvaje. Ha huido y, en cierto modo, ha sido abandonado por el régimen. Pero la historia de Winston Smith es amarga y como un féretro, inmóvil. Recorremos la trayectoria de una emancipación que no fracasa sino que resulta exitosa, pero no desde la perspectiva del propio Winston sino de la del régimen del Gran Hermano. Porque no estamos leyendo la historia de Winston sino, irónicamente, la del Gran Hermano: es su entidad espectral la que dirige los pasos del protagonista y de su entorno.
En el pasaje en que Winston y Julia se exponen a O’Brien, es alarmante el modo en que ambos son incapaces de identificar la filiación espiritual entre el supuesto grupo rebelde que este último encabezaría y el sistema que esperan destruir. El libro de Golsdtein que luego lee Winston replica los principios de los que desea librarse y así suma y sigue. No es que Winston carezca de intelecto o que no piense, de lo contrario no hubiese decidido abandonar al Partido; su problema es que no sabe pensar de otra manera, y la novela revela que la única condición faltante para su total enajenación, es que ya no sepa amar de otro modo: «A los miembros del partido se les exige no solo que tengan las opiniones correctas, sino los instintos correctos».
2ª parte
Esta anquilosis mental de las distopías tiene relación, por otro lado, con la naturaleza del lenguaje. En “1984” el doble-pensar o la neo-lengua son manifiestas ejecuciones públicas y privadas de las palabras. El ejercicio de distorsión es agudo y constante. En las novelas de Margaret Atwood ocurre exactamente lo mismo con el manejo de “La Biblia”. En las nuevas ediciones de “El cuento de la criada” ella misma aclara, en parte, este punto: «…el libro no está en contra de la religión. Está en contra del uso de la religión como fachada para la tiranía…». ¿Por qué esta aclaración puede ser pertinente? Porque en una época como la nuestra, donde la vida religiosa se expresa en un marco secular, los prejuicios contra la religión y contra la vida secular (desde un lado y desde el otro) pueden dar espacio a una cultura de la superficialidad religiosa, tanto de quien la vive como del que la ignora o rechaza. Ese escenario de analfabetismo bíblico y, en términos generales, religiosos, facilita el uso estético y epidérmico de la religión, donde es más fácil pervertir su lenguaje y dejarlo a merced de los tiranos.
“Las pesadillas saben de publicidad, conocen de estética; son como los sueños experiencias esencialmente estéticas. Por eso, despreciar lo estético es un error fatal”
Lo anterior corre para múltiples escenarios culturales. Donde habita el prejuicio se extienden formas de vida enfocadas en el ornamento, la estetización de la experiencia y la superficialidad de la lengua. O puede que sea al revés: donde la estetización de la experiencia ha inundado los lenguajes y la cuenca del idioma, los prejuicios se extreman hasta formular una especie de “razón común”. En cualquiera de estas vertientes, el lenguaje –y el pensamiento con él– se reducen a eslóganes, a meros pensamientos rítmicos. La métrica y su sonoridad absorben los sentidos de las palabras, las que reconocemos no por lo que dicen sino por cómo suenan.
Evocando un detalle doméstico, la protagonista de “El cuento de la criada” diagnostica la contextura cultural de lo que más tarde sería la República de Gilead: «En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras». La jibarización del mundo de la lectura y de las palabras se nos revela así en “Fahrenheit 451”: «Luego, el siglo XX: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Digestos. Formato chico. La mordaza, la instantánea».
En “1984” los diversos ministerios del régimen son un ejemplo notable de distorsión que podrían servirnos de referencia: el Miniver es el Ministerio de la Verdad, el Minipax es el Ministerio de la Paz y el Minimor es el ministerio del amor. Pero sabemos por la confesión de sus protagonistas, que el Ministerio de la verdad trabaja en la mentira, el de la paz en la guerra y el del amor en la tortura. La dislocación entre significados y significantes es total: se ocupan unos significantes (verdad, amor) para significar sus opuestos (mentira, tortura), traicionando no solo al lenguaje sino, asimismo, a la fuerza colectiva que mora en las palabras, que las precede y que nace de ellas.
Quizá la forma en que se nos presentan estos diagnósticos, los hacen ver algo anacrónicos en la época de internet, el wifi, los celulares y los libros electrónicos. Como temores que fueron superados. Como una pesadilla que en vez de provocar espanto dibuja cuando mucho una mueca irónica en el rostro inteligente. Todo tiene su nicho hoy y esta podría ser la victoria anti-hegemónica por excelencia.
Pero la estampa de la pos-verdad es lo suficientemente sofisticada y contemporánea como para merecer una atención suspicaz y pormenorizada. Las pesadillas saben de publicidad, conocen de estética; son -como los sueños- experiencias esencialmente estéticas. Por eso, despreciar lo estético es un error fatal. La pesadilla se renueva, se actualiza: pos-verdad suena mejor y más actual que mentira. Mentira y verdad, de hecho, son categorías que para muchos se han vuelto anacrónicas, al menos plásticamente, porque la necesidad de reconocer la verdad y la mentira suelen evidenciar su valor lejos del refinamiento intelectual: en los límites de la justicia, donde los débiles son oprimidos.
En “La granja de los animales” dos momentos podrían ayudar en este sentido: la gestualidad del muro en que se inscribe el decálogo de los animales termina siendo más importante que el texto ahí escrito. La solemnidad, el lugar y el formato de esa pieza son más relevantes que la declaración original, pervertida hasta la famosa «Todos los animales / son iguales, / pero algunos animales /son más iguales / que otros». El molino que deben construir es un caso parecido: un “proyecto” revolucionario debe materializarse, no puede residir en lo puramente etéreo y casi metafísico de “un proyecto”. Lo “matérico” del molino –por diseño e ingeniería– se nos revela, sin embargo, como otro sueño; más vívido si se quiere, menos incorpóreo, pero sueño al fin y al cabo. Por eso el molino no importa como una realidad tecnológicamente posible, mientras tenga valor simbólico y estética modernizadora.
“Pos-verdad suena mejor y más actual que mentira. Mentira y verdad, de hecho, son categorías que para muchos se han vuelto anacrónicas, al menos plásticamente”
Los sueños de la razón han sido audaces y en algunas áreas parecen victoriosos: autonomía, ilustración, ciencia, democracia. Las pesadillas son terroríficas si amenazan cualquiera de estas conquistas. De hecho, “La carretera” puede ser leída como la peor pesadilla, por cuanto sueña con la pérdida de toda la civilización, dejando un erial en el que ni las dictaduras son ya posibles. Pero estos terrores no debieran opacar las propias inclinaciones de algunos sueños. Por citar un caso, la tendencia de la democracia a enfatizar la individualidad, estimulada por el libre mercado y el egoísmo humano, podrían socavarla drásticamente. Nadie lo ha escrito mejor que el Premio Nobel griego Yorgos Seferis: «Cada uno sueña por separado y no oye la pesadilla de los demás».
Por eso, la explicación sobre la naturaleza de los libros que el viejo Faber (¡qué nombre más editorial!) da a Guy Montag, me parece aquí tan apropiada para amar los libros sin perder el sueño por ellos, para atesorarlos sin permitir que nos vuelvan arrogantes, y para que sus propias fantasías nos iluminen en vez de encandilarnos: «Los libros eran sólo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos, de ningún modo…. Si lo examina usted con un microscopio, descubrirá vida bajo la lente; una corriente de vida abundante e infinita… ¿Comprende ahora por qué los libros son temidos y odiados? Revelan poros en la cara de la vida».