Hoy la gente no quiere que le hablen del mal en ninguna de sus formas. Cuando sale el tema, se muestra indolente y egoísta, como cualquiera que se encuentre en un trance espiritual, cannabico o místico. Pasa eso en todo y en el caso de la miel adulterada no es excepción ni novedad, si hasta hay muchos que desprecian el producto, las abejas, el campo y, en general, la polinización.
Incluso haciendo un gran esfuerzo ya es raro que uno encuentre miel adulterada. Antes abundaba, tenía gran circulación y daba hasta gusto ver cómo la ofertaban a precios irrisorios en ferias y grandes mercados de abasto. La clientela intuía su origen dudoso pero igual se hacía la lesa y la compraba. El pueblo, sumido en la miseria entonces, no podía rehuir el perjuicio y el engaño. Acostumbraba odiar a las gitanas y hacía que los niños se escondiesen a su paso presos del pánico. Pero seguía creyendo en los bienes falsificados con la secreta confianza de que fueran originales y que procedieran de robos o de remates y no de agrupaciones especializadas en llenar envases verdaderos con porquerías. Y eso en lo que creían no era más que pillaje propio de delincuentes domésticos, otrora gente ávida por el terceo y la sustracción de bicicletas y balones de gas.
Quizá en ese tiempo no era tan fácil identificar la miel falsa como ahora, cómo saberlo. Siempre se recurre a la ignorancia y a las carencias tempranas de la gente para justificar casi todos sus fallos y crímenes posteriores. Eso a través del victimismo. Rara vez se habla de tontera o de tacañería. Yo de viejo compré una miel de ulmo que no era tal y lo hice de tonto o de pelotudo, porque era barata y tenía buen color, parecido al de los calugones. Esa preparación estaba hecha de una especie de almíbar endurecido que con algún esfuerzo –quizá poniéndole agua caliente o a través de fuego directo– podría haberse transformado en chancaca.
Nadie anda en busca de chancaca. Incluso insistiendo en su uso limitado a las sopaipillas pasadas es difícil seguir justificando su existencia. En los tiempos de la miel adulterada su uso podía entenderse. Pero no alcanzo a saber el motivo. Hay gente que siempre tiene que disponer de algo dulce a mano (sobre todo para la noche) y suficiente harina y aceite en la despensa como si viniera una escasez extrema. Quizá sólo el hecho de contar con los insumos para alimentarse en las tardes de lluvia significa una tranquilidad muy grande. La mercadería por sí misma aleja la sensación de fracaso.
Me acuerdo como si fuera hoy. Uno iba al campo y traía kilos de miel ya envasada o peor, para hacer más atractivo el negocio, compraba un recipiente completo, lleno hasta el borde. Eso equivalía a que uno mismo tenía que envasar la miel en potes, pasándola por un colador para sacarle las impurezas entre las que venían varias abejas muertas. Incluso poniendo diario en el piso todo quedaba pegajoso e inutilizable. Y luego esto tenía que venderse de a poco y con una ganancia tan escasa que no alcanzaba para pagar ni siquiera el costo de la bencina. Y eso, claro, cuando lograba venderse todo y el producto no se acumulaba en lo alto de la cocina, listo para regalarse a las visitas y familiares en algún momento de absurda generosidad y de súbito odio por los proyectos personales.
Uno se demora en entender esto. En algún momento falsificar la miel empezó a ser tan mal negocio como traerla del campo luego de las vacaciones. Una tía decía traje 400 kilos y la vendí toda. Pero ya nadie comentaba la proeza ni admiraba su esfuerzo ni quería detenerse a considerar la resignación de todos los que debían transportar ese cargamento –porque no lo hacía la tía naturalmente– ni menos imaginar su casa llena de potes de un kilo, lóbrega y húmeda como una bodega clandestina.
Aunque hubiera otros ejemplos e incluso ese profesor miserable que hace tiempo se compró un terreno por esos lados revelara cuánta plata se hacía trayendo miel, huevos y mermeladas desde el campo, yo seguiría sin entender cómo alguien puede tener esperanza en ese negocio. Y no es que uno desprecie la fortuna ajena o desconozca la disciplina del profesor. Escondido, temiendo que en su ausencia alguien pudiera levantarle un proveedor, pasaba gran parte de su tiempo yendo de casa en casa para asegurar su producto al menor precio posible. Antes dejábamos que nos visitara. Y era para peor. No hacía más que hablar del eterno fin de su vida matrimonial y de como la impotencia sexual –de la que casi se enorgullecía– le ayudaba a ser indiferente ante el proceso. Luego se iba –creyendo que su relato nos había interesado– y volvía a encerrarse en su propiedad, haciendo inventario de cuanto había comprado con el contento propio de un fetichista.
Quizá en ese tiempo yo ya había abandonado el proyecto. O al menos después de escuchar al profesor debería haberlo hecho. Alguna vez fue negocio falsificar la miel, cuando el azúcar era barata y la pobreza abundaba. En eso había una motivación más que evidente, incluso irrenunciable. Pero ahora de qué puede servir esto de cargar el auto con potes de kilo o pedirle a mi padre que los traiga en su camioneta. Yo lo hacía por otra razón naturalmente. Creía que algo iba a suceder en el futuro y eso no tenía que ver con los ingresos ni con las lluvias ni con la sequía.
Quizá tenía que ver con el autoengaño.
O con el ocaso cuando miraba esos cerros. Puede que con el recuerdo del olor a hojas de eucalipto hirviendo toda la noche. Hasta la madrugada.