Trasnocho desde que tengo memoria y tengo memoria desde que trasnocho. A los siete años me desvelé y miré toda la noche desde arriba del camarote por la ventana mientras pensaba en todo y en nada y recordaba e imaginaba situaciones y oía ronquidos lejanos y grillos, sobre todo grillos y el frío no me tocaba y el miedo ni me venía y sentía algo parecido a la felicidad, una radiante dicha de noche que se extendía y parecía infinita hasta que de pronto y de la nada empezó a clarear y se fue alumbrando lo que recién era negror total y ya asumiendo lo que venía, el día, me levanté y me fui al potrero y vi desperezarse a saltos a los caballos que la noche previa al salir a caminar con mi papá había podido ver por el fulgor de sus ojos que reflejaban la luna, en los ojos de tres caballos seis veces la luna menguante.
Noche larga y de cavilación que desde esa vez, o quizás desde antes –nací a las 5 am–, es para mí el objetivo del día –la noche el objetivo del día y el día un tránsito dichoso o nervioso o pesado o ligero o lo que toque, pero la noche es el destino, la decisión, el espacio preferente del Ser, su demorada morada de morada luz.
“Tiendo a la noche” dice un verso peruano que describe la esencia del trasnoche en soledad. Se tiende a trasnochar. No se lo busca, no se lo evita, se incurre, se cae, fatal y felizmente, en el alargamiento descuadrado de la jornada. Son las 10 de la noche, en un momento todos se acuestan y dan las 12, la 1, las 2, las 3, las 4, no rara vez las 5, de tanto en tanto las 6, las 7 y ya se sale a ver el alba, ese momento de luz única cuando, según los Amores difíciles, existen dos tipos humanos, los que están despiertos ya y los que lo están todavía. Ser de estos últimos pero no por venir de una farra sino de una celebración solitaria es estar de salida de un trance grandioso pues en un trasnochar así la experiencia del tiempo se trastoca, dos horas son dos segundos, tan cierto son las 1:22 como de pronto las 3:40 o las 5:07.
Cuando la noche será larga la mente y el cuerpo a su manera lo saben desde el principio, se los sopla la intuición, y por lo tanto ya a las 11 el espíritu del trasnoche impone sus términos de bruma de la identidad y elástico del tiempo y desborde de algo interior que no es habitual que salga con tal desparpajo, tiempo de excesos íntimos en ausencia de terceros y de segundos. En el trasnochar solitario es la vida secreta la que brota, el deseo hace fotosíntesis de noche, se airea y expande para luego replegado seguir comandando desde las cavernas a nuestro ser. La noche es por eso esencial, en sentido literal pues una esencia nuestra o derechamente nuestra esencia es la que asoma y en su desenfreno uno se entusiasma, se enciende y se resiste al sueño con un ánimo de Principio porque en ese estado la vigilia no es menos abierta a lo imprevisto que el sueño, pero es distinta pues aunque haya delirio y libertades inauditas, hay una conciencia que no se pierde, que más bien se gana y la ganancia es el descubrimiento de potencias que en el día duermen o subyacen pero que tras noches así suelen quedar rondando al ser de día, protagonizándolo, y así lo nocturno cuela conscientemente sus flechas en el día, redibujando los contornos con que nos aparecemos ante los demás pero sobre todo ante nosotros mismos.
De noche se recuerda, se está y se imagina simultánea e intensamente, como si se diera el milagro de habitar pasado y presente y futuro a la vez, pero no anulándolos sino anudándolos, integrándolos o más bien trenzándolos, sin que el uno suponga la suspensión del otro, sin que imaginar suponga pausar el recordar ni el recordar un detener el simple y maravilloso estar porque se está en el pasado y se está en el futuro y se recuerda e imagina el presente y todo es una fiesta, una fiesta como la de otro verso peruano: una remota fiesta en el fondo de una estrella donde toca bailar tiernamente con una silla. Se trasnocha sentado en una silla, no en la cama ni caminando ni de pie ni tirado en el suelo sino sentado. Como los dioses. O los nocheros.