Regar, gozosa entrada en comunión con la tierra que al mojarse libera un olor irresistible y despierta en quien riega o en quien pasa emociones, nostalgias, también el puro deseo de estar ahí, ser tierra, formar parte de ese todo que hace un segundo era solo suelo y de pronto parece el irrenunciable destino al que todo tiende y no queremos de ninguna manera ser la excepción sino al contrario, zambullirnos, entierrarnos con desenfreno.
En la vida he tenido la repetida alegría de regar. Regar el pasto no es lo mismo que regar plantas o árboles, siempre lo más excitante, y mucho depende de qué plantas o hierbas, qué árboles o arbustos. Echarle agua a la taza de estos precisa del chorro fuerte pero bien dirigido para penetrar la tierra y llevarle así más agua a las raíces, en cambio mojar albahacas o matico o cedrón requiere precisión grafitera, el dedo obturando el flujo para producir un goteo leve, llovizna de la que pronto nace un arcoíris mientras sube y queda flotando el olor de la tierra mojada, de hojas y ramas mojadas, y las raíces en alegría emiten algo más, una esencia terrestre que domina en esa pequeña orgía oliente que se ha desatado con unos cuantos litros de agua.
Hablo de regar con manguera. Pero hay de todo, riego por goteo, automático, riego con mangas o canaletas en el campo, riego con jarra en el balcón. Germán Carrasco tiene unas líneas radiantes donde una anciana manguerea sus plantas y la vereda, acto hoy en retirada por sequía, inseguridad ciudadana, etcétera, pero nada quita que el cemento mojado, pasión de los conserjes, tras una tarde de calor pegado expela, liberándose de los grados que acumula y del polvo que lo cubre, un olor inconfundible que a veces da serenidad, aunque más seguido arrebata y excita.
“Rodando a goterones / cae el agua, / como una espada en gotas, / como un desgarrador río de vidrio, / cae mordiendo, / golpeando el eje de la simetría, / pegando en las costuras del alma, / rompiendo cosas abandonadas, / empapando lo oscuro”; de agua sexual habla Neruda, que creció viendo llover a chuzo en el sur, esas lluvias que como diría otro poeta dan la impresión de que estuviesen lavando el mundo.
El exceso de riego puede ahogar la vida, el déficit secarla. El pimiento necesita poca agua y la busca de noche en las profundidades, lo cantó Víctor Jara, en cambio el chilco la pide a pozas. Todos somos pimiento y chilco, chilco y pimiento, una y otra vez. Es el ir y venir de la avidez y la dádiva, del amor. Por eso no existe nada más triste que una planta seca, como un cuerpo ya sin deseo, un esqueleto desenterrado.