Divorciado recién mi padre había logrado arrendar una económica cabaña llena de promesas turísticas para distraer, en las vacaciones de un verano más bien sombrío, a sus hijos con muda expresión adolescente. En el Tercel viajamos hasta Calbuco, pueblo sureño de ventanas cerradas y cortinas a crochet, ahí dejamos el auto para cruzar a Puluqui, una isla que no supera las 7.000 hectáreas ni sus habitantes en esos años los 1.000. Dicen que Puluqui tiene la forma de una mano y que el primer español en pisar la isla fue el autor de La Araucana.
Cruzamos el agua oscura y fría en una barcaza y cuando llegamos de noche a la orilla saltamos con los bolsos, el mal cálculo hizo que el agua salpicara ropa, zapatos, calcetines. Nos recibió el cuñado del dueño de casa, un hombre joven de envejecidos ojos verdes que se había venido de la capital hace años por amor y al que, al poco tiempo de tener a su primera hija, su mujer lo había dejado. El hombre parecía estar sumido en un mutismo parecido al de nosotros, aunque ya irreversible e instalado con gravedad hace años. Caminamos hasta la cabaña enclavada en la playa de piedras negras, mi padre tropezó y si no fuera por el bolso que amortiguó su caída se habría volado la nariz.
El dueño de la cabaña había llegado a un acuerdo con su cuñado para que hiciera de guía turístico, y para inaugurar dicha aventura tendría preparado un curanto al hoyo, aunque en lo concreto una población de choritos era lo que hervía en una olla. Comenzamos a tomar el caldo sentados en la mesa, la cara del cuñado iba enrojeciéndose con el vino y al cruzarse con mis ojos de adolescente pude sentir una extraña agitación en el cuerpo. El cuñado escuetamente contaba cosas de la isla, como que abundaban las relaciones incestuosas, y recordó la historia de un hombre que había echado a su mujer para quedarse con la hija. El viento arrasaba y silbaba afuera, y antes de despedirse nos dijo que vendría temprano para llevarnos a pasear a caballo. Nos fuimos a dormir con la cabeza cargada de imágenes como después de ver mucha televisión, pero aquí no había televisión ni señal alguna, y una rama golpeó la ventana con insistencia toda la noche.
Al otro día llegó a la puerta un niño de unos 11 años, su cuerpo parecía el de un hombre. Con voz aflautada se presentó como Fernandito y dijo que había sido enviado por el cuñado quien había tenido un percance. Agregó que él –Fernandito– sería el guía del paseo. La cuota de arriendo debía quedar cancelada.
El paseo se enredó en dos sentidos, uno porque no había suficientes caballos por lo que a mí y a mi hermano menor nos tocó compartir el burro. Y dos, porque la isla estaba completamente cercada, solo podíamos andar por los pocos y estrechos caminos establecidos en la ruta. Mirábamos como desde una vitrina de alambres las praderas verdes y llenas de margaritas. Al poco rato ya estábamos de vuelta.
Ese domingo en la tarde se jugaba la final de fútbol de la isla y Fernandito invitó a mi hermano menor, que metió dos goles. Una vez terminado el partido tuvimos que volver rápido a la casa por sugerencia de nuestro guía, ya que mi hermano había recibido la amenaza de un pelotazo por la espalda. Esa noche despertó con una pesadilla en la que gritaba Paseo, Paseo, Paseo, como si pronunciara las palabras de una condena, y transpirado cayó del camarote.
Al día siguiente al llegar a la playa nos subimos a un bote inflable que habíamos encontrado en la casa, el bote no hizo otra cosa que dar vueltas en el mismo eje, parecía anclado a no sé qué fuerza de gravedad que le impedía avanzar, estuvimos así un rato bajo el sol hasta que mi hermano mayor que cruzaba una adolescencia satánica se bajó de un salto y caímos al agua.
Del cuñado-guía-turístico no supimos sino hasta el penúltimo día, cuando el clima empeoró y llegó a tocar la puerta para avisar que no salía ni entraba la barcaza de la isla. Estábamos con los bolsos listos, los habíamos dejado armados la noche anterior con la secreta esperanza que amainara la lluvia. La ansiedad de la noticia y del encierro hizo que nos comiéramos todas las pelotitas de unos cereales, muchas de las cuales caían y rodaban por el suelo hasta que alguien las pisaba con total indiferencia. A la primera despejada salimos, decía mi hermano mayor, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la sicología como la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa que siempre terminaban reflotando viejas peleas familiares rematadas en portazos. Recuerdo haber querido tomar y fumar como lo hacía mi padre quien hace rato había perdido el habla. La isla se nos estaba viniendo encima, como una mano que aprieta y agudiza las fobias.
Se pensaba que el clima mejoraría al día siguiente y que vendría la barcaza y podríamos subir. Y así fue, en un movimiento tan rápido como exagerado estábamos todos afuera. Vamos rápido, vamos, vamos bien, decía agitado mi hermano mayor al cruzar la playa de las piedras, el capitán de la barcaza miró desconcertado. Avanzamos por el mar lentamente, pálidos y mareados. Y al poner un pie en el suelo de Calbuco corrimos hasta el auto con la mano torpemente levantada diciendo adiós. Con la prisa a mi padre se le enredó un bolso entre las piernas, las llaves volaron y está vez la nariz no se salvó.