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SANTIAGO
CULTURA, VOCES Y POSVERDAD
CHILE

Gobernar es educar. El lema que dio dignidad a los profesores

Rosabetty Muñoz

En mi casa no había libros. Tenía cinco hermanos y los ingresos alcanzaban para lo básico; teníamos un par de zapatos para todo el año, mi madre lavaba ropa ajena para hacer rendir el presupuesto, además de coser nuestra ropa y remendar todo lo que nos regalaban familiares con mejor pasar. Sin embargo, leí mucho en mi infancia porque en mi barrio vivía una profesora, la señora Juanita Valencia, que tenía una pequeña biblioteca personal. Todavía veo, con claridad en mi memoria, esas repisas con los lomos amarillos de la colección Clásicos Juveniles. Me veo también caminando tímida desde mi casa, golpear y quedarme parada en la puerta mirando fijamente los libros mientras ella recibía el que le extendía sin hablar. ¿Quieres otro?, decía mientras elegía uno, yo lo tomaba y casi sin despedirme, partía corriendo hacia la felicidad de abrirlo e internarme en ese mundo nuevo.

En mi casa no había comodidades, pero se conversaba mucho y mi padre contaba de su propia infancia en Aysén: de cómo caminaba casi diez kilómetros cada mañana a la escuela –en invierno y verano– sin zapatos. La profesora los recibía en la entrada y les lavaba los pies. En algunos lugares de Chiloé todavía los niños llegan embarrados y hay zapatillas de casa tejidas para todos. Ese gesto tan lejano en el tiempo habla de una acogida total para un encuentro con el aprendizaje.

En Ancud, algunos profesores fueron a sectores rurales a entregar guías, compraron planes para sus celulares.

Recordé a la señora Juanita y a la profesora de mi padre esta tarde en medio de la indignación que me producen aún las recientes palabras del ministro de Economía Lucas Palacios (“llama la atención, buscan la manera de no trabajar”), del senador Moreira (“muchos han estado de vacaciones todo el año”), del propio ministro de Educación quien deslizó el año recién pasado que “no entiende” por qué los profesores no quieren volver a las salas de clase. Insisten en que hay que pensar en el bien de los niños y jóvenes mientras desautorizan a las personas que habrán de prepararlos para ser mejores personas. Refiriéndose a los profesores en medio de la polémica por el regreso a clases este año 2021, parecen no tener antecedentes acerca de la enorme demanda en torno a los educadores: no solo tuvieron que aprender formas nuevas de enseñanza, perfeccionar sistemas tecnológicos, extender su horario mucho más allá de lo acostumbrado. Porque una de sus funciones primordiales se convirtió en la contención emocional de muchos estudiantes, incluso de sus familias. En Ancud, algunos profesores fueron a sectores rurales a entregar guías, compraron planes para sus celulares porque muchos jóvenes no tenían otra opción de comunicación, contestaron llamadas tarde en la noche porque era la única posibilidad de estar en contacto con algunos estudiantes. Todos financiamos los planes de internet sin ayuda del ministerio de Educación. Y esto sin contar con la propia angustia / temores / falta de certidumbre. Sin contar con que una gran cantidad de profesoras tuvieron que asumir, además, los trabajos domésticos, de maternidad, contención y mentoría en sus propios hogares.

Mientras las autoridades políticas y económicas ahondan en juicios que manifiestan desprecio por una función primordial en la sociedad, hasta en el último rincón del país hay formadores luchando por niños olvidados desde los centros de poder. Pienso en tantos profesores que encarnan el ideal mistraliano de formar almas en un mundo que sólo valora lo cuantificable, en cómo su misión es cada vez más difícil por la disociación entre lo que se sueña en la escuela y lo que fuera de sus muros, en la calle, los medios de comunicación social, las redes, se legitima.

Al parecer nunca la clase privilegiada ha tenido una buena imagen de los profesores. Cada cierto tiempo se pone en evidencia la consideración de los profesores como meros empleados que no merecen mayor respeto y, sin embargo, están a cargo de la educación de los hijos de familias que incluso han olvidado su propia responsabilidad en una tarea que debiera ser compartida. Esa profunda paradoja se arrastra desde muy antiguo. Los conquistadores romanos reconocieron la importancia de los filósofos y sabios griegos, por eso los llevaron a sus mansiones y los dejaron a cargo de la educación de sus hijos, pero sin dejar de ser esclavos. Les debían obediencia a sus alumnos y de ellos dependía su vida.

En mi casa no había libros. Sin embargo, leí mucho en mi infancia porque en mi barrio vivía una profesora.

Quizá hubo tiempos mejores. Pienso que la imagen cada vez más deteriorada de los profesores, contrasta con la idea del Estado que formó profesores en las Escuelas Normales y los preparaba para ser ejes de desarrollo en las comunidades a que eran destinados: era en las escuelas donde se hacían las reuniones para conseguir luz eléctrica o agua potable o para preparar a los vecinos en medidas sanitarias básicas.

Gobernar es educar fue un lema que duró bastante y todavía tiene sentido para muchos en los territorios alejados de las grandes urbes. En Chiloé se les llama –todavía– maestros, como una denominación de honor, para hablar de un oficio que supera los límites de horarios y el deber, que se compromete con el futuro de todos.

Les pregunto a mis hijos qué recuerdan de sus profesores y, aunque a ratos ni recuerdan las asignaturas que impartían, sí quedaron en la memoria su dedicación, los gestos amplios de un encuentro profundo con seres humanos que les enseñaron a creer en sí mismos.

21/02/2021

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