La invitación es a mirar un encuentro entre periodistas y políticos del Frente Amplio en una plaza, una pauta, cerca de una estación del Metro. Buena excusa para perderse en las calles por donde se conejea en Providencia, y que los taxistas y los sacadores de vuelta manejan bien. Esto sucede antes de la primera ola de vacunas contra la peste y además en febrero: las calles están bien vacías porque además es jueves y la gente está o en la playa o encerrada en sus casas. No hay mucho término medio este verano. Hace calor, además. No entiendo eso de ir a ver, voluntariamente, una pauta del Frente Amplio, que es algo que no varía mucho de lo que se puede ver en televisión o leer en Twitter, a no ser que se dividan. Pero es la caminata la que importa, porque hay todavía algunos kioscos abiertos, sobre todo cerca de las calles grandes como Bilbao y Bustamante y Vicuña Mackenna, pero que ya parecen sucursales del Biobío de baja intensidad, con todo tipo de cachureos colgando entre los pocos diarios que ofrecen (todavía). Los que se mantienen más fieles a su misión cuelgan libros, muchos saldos de las promociones que salieron hace años. Hasta se pueden encontrar los verdes de la historia de Carl Grimberg en esos kioscos (no los azules de Encina). En los otros, en los que tratan de girar para sobrevivir, hay de todo: hasta fruta y juguetes y mascarillas. Relacionado con letras, uno que otro libro de mandalas y otro de puzzles, de esos con leones en la portada. Los que dicen que es pobreza eso tienen razón, porque se ve parecido a cómo se veían las cosas en algunos barrios en los ochenta, pero con celulares y sin los carros de yogur que andaban en ese tiempo en las calles, con sus vendedores uniformados. Pero es algo más que pobreza, porque en ese tiempo al menos había revistas que ofrecer, y diarios en algún tramo de la historia. Ahora, mientras todo se va a apagando, lo que escasean son esos diarios y revistas, aunque sea de los momentos de la historia en que más opiniones han circulado. Carros, diarios y revistas: cosas todas que difícilmente volverán. Tampoco la prensa.
El biólogo Jerry Coyne publicó a fines de enero en su blog un texto en que hablaba del artículo de Martin Gurri, un analista de derecha que trabajó para la CIA y que desde hace poco se dedica a comentar medios y suele dedicarse a criticar al New York Times. Gurri no es de esos fanáticos tontos. O al menos predecible, o aburrido (de esos que, dice Mellado, escriben de lo que hay que escribir). El artículo de Gurri habla de un término que acuñó otro, Andrey Mir (Andrey Miroshnichenko), que sacó un libro con la idea: postperiodismo, que desde el 2010 ya viene diciendo derechamente que los medios están muertos y que el año pasado publicó su libro, que trata del lucro detrás de la rabia en los medios, o de cómo la polarización se le vende a los lectores como una suerte de “protección” informativa. Un ejercicio que es como colgar un letrero que anuncie que el cliente siempre tendrá la razón, algo que por suerte puede aplicarse en varias áreas de la actividad humana pero que no debiera funcionar con las noticias (en el espectáculo sí pasa: cosa de ver las denuncias al CNTV por las cosas que no gustan en pantalla, como si fuera un Sernac, aunque lo inquietante es el aplauso a la censura que suele acompañar la reseña de esas informaciones).
Lo de Myr no es lo que tiene a los kioscos vendiendo cachureos, claro. Sí explica la aparición de los muchos cachureos que tratan de ser medios en Internet, y que debieran estar atentos a que los reemplacen los que suben sus propios asuntos, directamente, como los que cubren las trifulcas callejeras con sus cámaras y las meten en las historias de sus redes sociales. A ese género todavía hay que ponerle un nombre porque se ve que está muy lejos de agotarse, en fondo y forma. Hasta tiene un horario estelar: los viernes en la tarde.