La primera motivación fue enriquecer la relación con mi pequeña nieta que vive en Puerto Montt. Quería mantener con ella el vínculo estrecho y conversado que traíamos desde que nació y que se cortó en marzo. Todos los lunes, entonces, me propuse ir al correo, hacer la fila para dejar el sobre que inicia su viaje en medio de la situación de emergencia que vivimos. Casi todos los que aguardan conmigo son haitianos que ponen giros de dinero o vecinos de Ancud cargando enormes paquetes, cajas, bultos para los familiares; la apreciada encomienda que tanto me recuerda la época universitaria, cuando uno de esos envíos nos hacía llorar de alegría. Alguna semana no he podido bajar al pueblo y mi nieta llama para reclamar porque no le ha llegado su carta, me dice que espera al cartero todos los días y eso basta para iniciar otra vez el rito.
Todo apunta hacia el género epistolar: estoy leyendo la antología Cartas personales de Diego Portales, una edición de Adán Méndez por ediciones UDP que a ratos abandono por su cercanía con la contingencia: esa desfachatez de la elite para revolcarse en su propio caldo, data de muy antiguo. Empecé también el Epistolario Íntimo de César Vallejo que editó Alquimia el 2016; Vivian Gornik, mi nueva favorita, escribe una larga defensa de la costumbre de escribir cartas en su libro Mirarse de frente. Incluso, hace un rato, me puse a escuchar un programa de radio donde Cristian Warnken habla de Dostoievski y se detiene largamente en la primera novela ¡epistolar! construida como un diálogo dramático escrito a una destinataria. No los busco, van llegando a mí, sincronías del pequeño universo, señas que me rodean hasta que presto atención a los elocuentes mensajes y empiezo reunir en mi escritorio las voces, las imágenes en un intento por comunicar y comunicarme.
Hace un par de meses inicié una serie de cartas, enviadas a amigos / amigas muy queridos pensando en detenernos en un encuentro al margen de la tiranía de las pantallas. No para fugarnos de los días, más bien para entrar de lleno en ellos; situarnos en aquello que nos da una cierta dignidad y densidad, que espesa lo que podemos decirnos. “La correspondencia es un género perverso, necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar”, dice Ricardo Pligia. Pero dado el escenario obligado de estos días, pienso más bien en alargar el intercambio vital escribiendo largo; deteniéndome en divagar o en dejarme caer en un tiempo abierto, distinto. Crear una atmósfera y excavar muy adentro para ir buscando lo que se siente, lo que se sueña, lo que se espera. Con calma. Sabiendo que el sobre viajará, se detendrá en los controles sanitarios, irá madurando la palabra que contiene y llegará como una fruta olorosa a las manos del destinatario. He querido extender los momentos, moldearlos, crear esa intimidad que no tiene ninguno de los aparatos tecnológicos que tantas redes nos ofrecen.
Las cartas son una prueba escrita por buscarle sentido a las cosas y aunque el reparto, los timbres, las filas, son un fuerte contratiempo, el acto de enviar correspondencia representa el esfuerzo por seguir siendo humanos y apreciar, participar de la posibilidad de encuentro con otro.
Entre tanto cambio, habíamos también perdido ese lento deslizar de las ideas en la hoja de papel, el rito de poner en un sobre el nombre, la dirección. Ir al correo y mandar un pedazo de nuestros días a otro que estaba lejos, en otro espacio geográfico en otro tiempo incluso.
Así como se están recuperando algunas labores, algunas formas de encuentro en este año de la peste, ojalá traigamos las cartas a nuestro mundo. No las electrónicas con su inmediatez y su fea cara utilitaria que pasan sin pena ni gloria. El poeta Elicura Chihuailaf me contaba que, a propósito del Premio Nacional, fue tal la avalancha de correos electrónicos que le llegó, que ni siquiera puede abrirlos. La paradoja total del exceso y la incomunicación total.
Pienso en esas otras cartas, las largas, las que hablan y hablan de muchos temas distintos sin otro destino que mantener vivos los afectos.
Ahorrando “datos” los jóvenes se conectan a las clases sin rostro ni voz, de modo que la distancia física se vuelve también mental, afectiva. No es la distancia necesaria del respeto hacia el otro, sino la del abandono en un ciberespacio que se propone – mentiroso – como la posibilidad del encuentro permanente. Los seminarios, charlas, conversatorios se suceden / superponen; los temas son interesantes, queremos escuchar a tanta gente, hay tantas actividades paralelas. Se exacerba la sensación de ruido digital que nos desespera “A diferencia de la masa clásica, el enjambre digital consta de individuos aislados, carece de alma, de un nosotros”, dice Byung- Chul Han.
Las cartas tienen alma. Llevan palabras, pero también silencio. Se calma el ruido. Acarician.