¡Qué manera de ladrar los perros de mi barrio! Sinfonía diaria que debo soportar, porque todavía tengo buen oído, musicalmente hablando, por lo que escucho con mucha precisión su ladrido perturbador. Soy el único en el barrio que no tiene perro, y debe haber unos cuantos por cada casa. Aunque no es lo único que me perturba. Quizás lo que más me molesta es el modo de administrar a los perros por sus amos (qué rara la relación de poder con los canes que tiene la gente que se dedica a su tenencia). Yo de niño y adolescente era muy perruno, tuve muchos perros y perras, pero los usaba de compañeros de juego y/o de aventura, aunque también tuve un perro que trabajó conmigo como ovejero en el sur, al que adiestré para el trabajo agropecuario. Desde que la mascotería se impuso como registro neurótico moderno, junto con el animalismo facho, es difícil el ejercicio de la urbanidad y de la cosa doméstica sin esa presencia invasiva y demandante de un animalaje, cuya sola presencia habla muy mal de la humanidad. Sin duda hemos retrocedido espiritualmente (antes, hace algunos años, no me hubiera atrevido a decirlo).
Ladran por cualquier cosa, y al parecer, el vecindario se siente seguro con eso. Un vecino se justificaba, por el hecho de que sirven de guardianes, algo innegable, pero a un costo insoportable, al menos para mí. En términos generales, no tengo malas relaciones con ellos, creo que sé tratarlos, cariñosamente, incluso; además, como de niño aprendí adiestramiento canino, como dije antes, puedo contrarrestarlos cuando se ponen agresivos. Cuestión que suele ocurrirme cuando salgo en bicicleta.
Yo sé que hay políticas muy blandas para la tenencia de canes, así como de gatos. Yo tengo una gata, pero no tenemos una relación muy fluida, su nivel de demanda me sobrepasa. Lo concreto es que como no tengo perro, mi terreno se llena de gatas y gatos, que circulan como si fuera territorio ganado por ellos.
Lo que más me enloquece es cuando los perros y perras ladran conectados, o linkeados enfermizamente entre ellos, con algún estímulo que los pone alertas. Y pueden estar horas ladrando en plena madrugada. El único que soporto es al perro Matapacos, claro, por su carácter simbólico y porque su ladrido es otro, y porque era un animal de trabajo.
Por otro lado, los perros y perras callejeros (o a medio camino, esos que cuyos dueños son irresponsables y los dejan salir de casa sin control). Esos no ladran mucho, pero suelen tener conductas extrañas o paradojales, a veces se juntan en jauría y hacen mucho daño, aunque otras veces nos hacen fiesta porque quieren algo a cambio. Recuerdo cuando yo vivía en el campo y descubrí que los perros del vecindario se juntaban en la noche y salían a cometer tropelías, como matar ovejas o a atacar caminantes, y en el día eran mascotas dóciles.
¿Por qué hablar de canes? Porque cuando uno habla de los perros y de las perras que pueblan nuestro mundo, también alude al perraje, es decir, a todos los que, metafóricamente, ejercen la tenencia, casi siempre irresponsable de los mismos, y que necesitan un animal como sistema de seguridad o sustituto afectivo o, simplemente, porque son lo más cercano que tenemos en el reino animal. No es mi más alta preocupación, pero como me levanto y me duermo con los ladridos de estas malditas y celebradas mascotas.
Aunque hay algo que no me deja de extrañar, las perras y perros del vecindario no ladran cuando pasa la camioneta del gas con la melodía “Para Elisa” de Beethoven ni con el camión de la basura. No sé qué pensar al respecto. Por otra parte, el vecino que tengo de cómplice, que me ayuda con el corte de unos aromos invasivos que hay en mi terreno y que me aconseja obsesivamente en mi relación con las empresas de servicios, tiene tres perros que siempre están presentes cuando hacemos tratos, y ladran como poseídos, esta vez de puro contentos que se ponen, pero gran parte de nuestra conversación es interrumpida por el reto a los perros para que se tranquilicen. Hay que recordar que muchos canes para congraciarse con sus amos suelen hacer un radio agresivo y/o de seguridad en torno a su amo, armando una gran algarabía en ese espacio. Ahora, cuando los perros del vecindario no están ladrando me empiezo a inquietar, porque el silencio es bien potente, sólo interrumpido por el paso esporádico de algún vehículo.
Trato de no pensar demasiado en la gente, estoy saturado de la emergencia humana, por eso no quiero ver a nadie. El otro día me tocó emitir un voto que debiera cambiar los términos del contrato que tiene nuestra comunidad. No sé qué pasará con eso, cada día me interesa menos, mi instinto me dice que debo protegerme y desconfiar todo lo que sea posible. Y a lo lejos, irremediablemente, escucho el ladrido del perraje, mientras cierro con candado el portón de mi casa.