Aunque mi madre diga que no, yo sé que el camino vecinal está perdido. Ella dice que habló con Gustavo y que él sabe que ese camino existe y que cuando vendió el terreno que colinda con el nuestro le dijo al nuevo dueño que en el límite, o sea en el frente de la parcela, había un camino que no se podía enajenar. Yo vi una vez la escritura a nombre de Aurora C., tía abuela nuestra, donde se menciona aquello. O sea que no es una leyenda. Pero yo no tengo ninguna esperanza y eso no es raro porque suelo dar las cosas por perdidas cada vez que puedo. Entonces hay ahí un goce en adelantarse a los hechos y esperar lo peor.
En este caso puedo no estar tan equivocado porque efectivamente el terreno tiene un nuevo dueño, un tal Aranda, que dio orden de pasar la máquina –puede que una retroexcavadora- por todo el lugar, incluso por donde iba la huella que menciono. Entonces los cuidadores le gritaban al trabajador a cargo que no lo hiciera y mi madre dice, otra vez dando falsas esperanzas, que la llamaron y ella dijo que pusieran al conductor al teléfono y ella le gritó que parara la labor de inmediato porque se estaba cometiendo una ilegalidad. Gustavo y sus hermanos –y antes su padre- fueron los dueños de las muchas hectáreas que rodeaban nuestro pedazo de tierra. Desde un inicio el padre se apropió del camino poniendo un portón hechizo en la entrada. No hubo la voluntad de aclarar el tema y ponerlo por escrito. ¿Qué podemos decir de este hombre? Acumuló muchas parcelas que venían del tiempo de la reforma agraria, comprándolas a precio de huevo a sus empobrecidos propietarios. Hacía su propio vino pero no lo vendía. Nunca se alejaba mucho de la propiedad. Sólo veraneaba en Pichilemu.
Poco a poco el negocio familiar fue decayendo. Hasta que Gustavo, para salvar parte de lo que quedaba decidió vender todas las hectáreas
No murió tan viejo. Luego de eso Gustavo se convirtió en el administrador. Y se fue quedando solo, sin ayuda ni consejo de nadie. Un hermano suyo enloqueció de amor y gastó millones. Su otra hermana se casó con un cafiche.
Poco a poco el negocio familiar fue decayendo. Hasta que Gustavo, para salvar parte de lo que quedaba decidió vender todas las hectáreas que nos limitaban con nuestra parcela. Aranda, el nuevo dueño desconoció de inmediato la existencia de un camino que en la práctica ya había casi desaparecido. Por lo demás el padre de Gustavo se lo había apropiado desde un inicio y no hizo un mejor portón para que su gesto abusivo no se notara tanto. Pero mi madre tenía una confianza absurda en los hechos del pasado. Incluso este año creía poder detener los trabajos de una retroexcavadora sólo mencionando unos planos del tiempo de Frei padre o de Alessandri.
Ella le cree a Gustavo porque es melancólico. Y él le aseguró que nadie tocaría el deslinde del frente de nuestra parcela. Y supone que la melancolía de Gustavo, y su tendencia a la culpa, debería redimir a su padre muerto y a Aranda, que ha mandado trabajadores pero que ni siquiera se ha dejado ver por esos lados. No sabemos cómo es la cara de Aranda, si tiene alguna educación o si busca la pelea de entrada. Hubo un tiempo en que la riqueza ajena nos beneficiaba, un poco que fuera. No sólo porque en algún momento de febrero nos llegaba un saco de manzanas como cortesía sino porque el saco aseguraba que todavía quedaba algún respeto. Si uno hila más fino podríamos decir que esa riqueza tenía alguna precaria conciencia de su final o por lo menos de los peligros que la rodeaban.
Mi mamá todavía cree en esos fantasmas. Pero Gustavo está perdido inventando cómo pagar los sueldos a final de mes sin tener que vender otro tercio de la herencia. Dicen que su hermano ya recuperó la cordura pero que al intentar un negocio de cebollas volvió a fracasar y hubo que pasarle plata de nuevo para que no se fuera detenido. La hermana no se ha separado del cafiche. De manera que todo puede ser peor. El tema del camino vecinal -la palabra empeñada- no debe estar ni entre las últimas de las preocupaciones de esta familia acosada por las deudas y la incertidumbre.
Aranda es el reemplazante de esa riqueza fantasma. El contraataque que se viene en un campo que no fue golpeado por el 18 de octubre y que ni siquiera tenía miedo a la revuelta de marzo. El campo donde los viejos, seguros de que vendría el golpe militar, se encargaban de esparcir la buena nueva por doquier, incluso mientras esperaban en la distribuidora de gas licuado. Como si todos estuvieran armados, listos para humillar a las huestes santiaguinas de izquierda que tuvieran el descaro de aproximarse a la zona huasa.
El camino unía antiguas parcelas surgidas de la reforma agraria. Era de lo poco que quedaba de esos intentos socialcristianos por resolver la miseria rural.
Si no era Aranda y la gente como él –la derecha post latifundio- iba a ser un narco ávido por parcelas de agrado quien se iba a quedar con la herencia de Gustavo y sus hermanos. El camino unía antiguas parcelas surgidas de la reforma agraria. Era de lo poco que quedaba de esos intentos socialcristianos por resolver la miseria rural. Pero luego vinieron gentes ambiciosas como el padre de Gustavo, hubo mucho vino artesanal, mucho chuico y ahora nadie sabe si un terreno está maldito por haber sido enajenado de mala manera. Sólo se ven las nuevas construcciones, las piscinas, las camas elásticas. Un absurda confianza en todo lo que puede hacer la albañilería. Nadie sabe si el próximo verano podrá caminar por donde siempre caminó ni quien será su próximo vecino.
Yo me acuerdo del camino vecinal, de esa huella de tierra flanqueada por álamos y zarzamoras. Si uno se atrevía a caminar hasta el fondo, quizá unos 300 metros, se encontraba con una rancha que no desmerecía tanto. Naturalmente, no podía ser de otra forma, la habitaba una bruja. Eso decían.