No debería ser pero desde hace años me pasa que cada vez que escucho Jesucristo Superstar estoy con trago en el cuerpo y eso hace que me emocione y –otra cosa que no debería ser- me sienta identificado con alguno de los personajes. Antes todo este trance (el alcohol, la experiencia religiosa) se resolvía finalmente con una buena siesta pero los niños, al menos en mi casa, se oponen a esta costumbre y no sólo en Semana Santa. Y eso, sumado a la falta de pescado frito por la imposibilidad de juntarse con la gente que sabe preparar la fritura -en este caso mi madre-, hace que la tarde que sigue tenga un tono disgregado, carente de rutinas venerables, falto de teatralidad y en último término, de esperanza.
Después que Caifás (o Anás) grita Esperad en ese excelente contubernio representado por la canción Jesús Morirá -que es cuando la ópera rock empieza a mostrar para dónde va la cosa- uno se acerca a algo parecido al temor cuando uno de los dos intrigantes anuncia con la voz más grave posible: Resolvamos para siempre este grave problema. En ese momento de desoladora oscuridad empiezo a prepararme para la más cruel seguidilla de emociones.
Todo es triste, como decía el poeta muerto en los 80. Cuando la ópera está por terminar y ya han pasado las mejores canciones, se me ocurre que debería hablar del abandono y luego, si la desesperanza se vuelve angustiosa, del silencio de Dios. Lo habitual es que se haga de noche y en un gesto simbólico se apague una vela. Debería hacer un poco más de frío. Pero este lóbrego (y teológico) final es engañoso. Y casi no tiene nada que ver con lo que viene pasando hace años. O sea que no deja de ser una impostura.
Y no es que la resaca -evidente por la falta de una buena siesta o por la imposibilidad práctica de seguir ingiriendo alcohol- me ponga desconfiado o haga que me empiece a imaginar leseras. Antes era distinto. Puede que incluso, y por lo menos en el campo, cayera alguna lluvia. Uno despertaba cuando ya era de noche y afuera un grupo tomaba once, se servía caldo de marisco o incluso trozos de pescado frito recalentado a las brasas. Y quizá algunos se quedaban hasta tarde. Por lo menos los que se decidían por los combinados de pisco con bebida negra. Este final, si bien no había cómo pillarle la melancolía, no era malo. Quizá el final teológico tampoco.
Pero está difícil emborracharse escuchando Jesucristo Superstar y saber qué hacer con el resto de la tarde. Una obra que al poco andar reniega del victimismo y del dogma de la pobreza como fundamento de la idea religiosa, no parece a la larga más que otro detalle en nuestro común aburrimiento. Ahora –año 2 de la pandemia- se piensa como si todo se fraguara en el Sanedrín, sin importar la ambivalencia de Judas, sus furiosos alegatos leninistas y el manifiesto cansancio de Jesús, cabreado hasta las masas de que le hablen de los pobres y de que los mismos que lo han abandonado quieran recurrir a la espada para recuperar protagonismo en la obra.
En el año 2 lo único que cuenta es que el drama, éste o cualquiera parecido, sea leído en clave de Los Protocolos de los Sabios de Sion, o sobre la base de algún otro sistema delirante que provoque similar sensación de amenaza entre el pueblo desguarnecido y entre sus representantes. Y esto es raro si uno se pregunta cómo suceden estos saltos al revés en una historia que hace un tiempo se entendía, por lo menos en parte. Tomemos como ejemplo la misma obra musical que nos anima al alcoholismo.
La versión de Camilo Sesto y su gente se estrenó en el teatro Alcalá Palace de Madrid el 6 de noviembre de 1975. Franco murió apenas unas semanas después, el 20 de noviembre. En su último discurso, casi moribundo, habló de una conspiración masónico-izquierdista que quería o que ya empezaba a dominar España. Viejo y acabado no le tembló la mano antes de enviar al paredón a los últimos 5 opositores que fusiló su régimen, militantes de la ETA y del FRAP, en septiembre de ese año.
Me cuadra esta deriva. Es casi un ejemplo de progreso. En el mismo mes que muere el dictador, agonizando con las ideas de conspiración en su cerebro atrofiado, un grupo de artistas decide estrenar una opera que rompe de una con el catolicismo integrista, con la misma idea de conspiración (masónica, judía, la que fuera) e incluso con los resabios del cristianismo guerrillero que por estos lados no dejaba de ganar adeptos. Uno quisiera pensar que en esos tiempos las cosas seguían un curso que al menos se entendía por pedazos. Algo presentable. No la locura consumada del año 2.
Ahora el esfuerzo de Camilo Sesto y toda su gente (a la producción inglesa original no le tocó tan pesado) no pasa de ser una anécdota en estos días de encierro. Los tiempos piden delirio y paranoia: óperas –o coreografías masivas- basadas en Los Protocolos, con ciertas actualizaciones que permitan otear el funcionamiento de un poder central que controla las pestes que circulan por el mundo. No sería difícil forzar el guión agregándole como antagonista una Asamblea Ciudadana llamada a terminar con este oscuro dominio.
Todo es triste, escribe el poeta muerto poco antes de la llegada de la democracia. En esos años un muchacho al que le faltaba una mano estaba enamorado de mi hermana. Un día decidió invitarla a ver la Ópera Rock a la parroquia de Los Nogales. No tan cerca del final los equipos fallaron y Jesús tuvo que quedarse paralizado en el escenario. Judas también, agazapado a los pies del Maestro. La gente que estaba al fondo, para aliviar la espera, se puso a fumar marihuana. El cura decidió reprenderlos. Parece que los pitos se apagaron.