Todos sabemos, o deberíamos saber, que la paloma es el ave de la paz. Por eso su caza está prohibida. Como me aclaró el año pasado mi vecino el gásfiter, es mal visto exterminar a las palomas a través de venenos o con la ayuda de un rifle a postones. Aunque hayan infestado el techo de una casa y se dediquen a hacer un ruido infernal -más propio de un tué-tué o de algún otro pájaro contrahecho- y esparzan, aparte de sus plumas y excrementos, una cantidad de plagas enormemente perjudiciales para la salud de grandes y chicos.
Así visto, es duro el precio de la paz y de la permanencia de estos símbolos intocables. Son acuerdos que a la larga causan mucho perjuicio. Por eso es que a veces uno piensa en recurrir a la violencia para resolver una crisis de esta naturaleza. A veces uno enloquece y no se lo cuenta a nadie. Es como un secreto finalmente acusador.
Por lo demás sé que con el ratón el estatuto ético es distinto. No obstante cierto animalismo radical se empeña en que todo ratón sea libre para hacer y deshacer, luchando porque se liberen –vía matonaje- a las especies que son estudiadas en los laboratorios de Juan Gómez Millas, todos sabemos que nadie está de manos atadas para emprender la guerra contra los roedores y que incluso los municipios cuentan con equipos profesionales de desratización y análisis de nuevos escenarios. Eso es parte de su misión.
Pero en este caso –el de las palomas que hace rato saben que no serán envenenadas- es difícil no pensar que lo dicho por el gásfiter no venga de cierta cultura que bendice con algún gusto panteísta la proliferación de estas aves y sus consecuencias más evidentes. Por eso es que los técnicos dedicados a esto –en su mayoría cobardes- sólo proponen estrategias que buscan su alejamiento idealmente sin daños colaterales. En algunos casos el concurso de un halcón bien entrenado es bienvenido, incluso por los ecologistas, para sembrar el pánico entre la población de palomas que se resiste a abandonar un techo. No hay duda que se trata de animales porfiados, a su manera envidiosos, con los que no se puede llegar a ninguna transacción.
El halcón en cambio–y como todos sabemos- es un ave ejemplar. Fácilmente uno se lo imagina espantando con su vuelo al enemigo. Y ya se cree libre de esta pesadilla. Pero luego ve a las palomas oteando desde la azotea de un edificio cercano, mientras el halcón orgulloso es retirado de la escena por sus dueños con gestos de altanería. Su sola presencia ha provocado una huida repentina, pero nada más. En parte es entrenado para que sobrevalore el temor que provoca y no tengan la tentación de cometer una matanza, como uno desde abajo quisiera. Entonces ya no queda instrumento de venganza contra símbolos tan largamente defendidos. En el pasado el temor hacía que algunos optaran por el exterminio de poblaciones enteras de animales durante las grandes pestes, pero se supone que entendemos más del asunto y que ya nos tenemos temor. Mao pensaba distinto y, sin que nadie se sorprendiera por su modus operandi, lanzó decidido su campaña contra las Cuatro Plagas (mosquitos, ratones, moscas, gorriones). Se le juzga con dureza por sus resultados. Quizá esta idea revolucionaria no sea la mejor.
En mi cabeza, tal como en la de Mao y otra gente rencorosa, pasan cosas inusitadas. Imaginaciones. Uno que otro disparate. Por ejemplo, no dudo que si pudieran hablar sólo una vez en sus vidas -acurrucadas en la azotea cercana- las palomas dirían Tenemos el derecho de vivir en paz.
Y seguirían haciendo planes para recuperar el hogar desde el que fueron expulsadas. Hasta que finalmente enviarían a una, la exploradora, a recorrer el territorio perdido arriesgándose incluso a que un loco quisiera dispararle una ráfaga de postones. Luego, al ver que nadie se atreve a una acción semejante, súbitamente volverían todas. Tan fuerte es su deseo y su obsesión.
Quizá mucho antes de esta ceremonia hemos dejado de hablar, resignados. Como si, anticipando el retorno inminente, hubiéramos perdido toda esperanza.