1.-La madre de Roland Barthes (una fervorosa protestante) fue evocada con amor por su hijo en la “Cámara lúcida”. En ese libro, publicado a pocas semanas de su propio deceso, la habitual digresión reflexiva del francés quema. De cierta forma reclama a su madre; trata de retener el ardor de un cuerpo y de unos gestos presentes, instantáneos, que atraviesan las cosas hasta tocarlas. Pero las cosas quedan, algunas, y el cuerpo de la madre es (o fue en esa época) como el color que dejan los cuadros en los muros una vez que los sacamos. El hombre que “mató” al autor, en definitiva, es aquí el más nítido, emocionado, subjetivo y concreto de los autores recordando a su madre muerta.
2.-Vi el fragmento de una entrevista a Carl Sagan. La cabeza macilenta pero aun voraz. Preciso en la exposición y categórico. La tradicional convicción con la que enseñaba recluida en un tono solemne. Menos jovial que de costumbre. Le decía al entrevistador que la ciencia era sobre todo una manera de pensar cuya tarea consistía en ejercitar el escepticismo contra toda forma de charlatanería: religiosa, política, filosófica. Nunca dijo, por supuesto, científica. Porque la ciencia, intrínsecamente escéptica, no estaría disponible ella misma a fanatismo alguno. Sería inmune a esa enfermedad. La ciencia, de este modo, parece, fruto de su propia naturaleza emancipada, un perpetuo antídoto contra estos males. Aunque no legisla sino más bien estudia y descubre las leyes de nuestro mundo, aquí adquiere una dimensión parecida a la del fiscal, como en la brillante metáfora de Kant.
La idea de Sagan no declara que toda religión o filosofía son de suyo fanáticas o que puedan llegar a serlo. Creo más bien que Sagan ve el fanatismo como un tóxico que puede contaminarlas, inspirarlas o deshacerlas. Y estos tumores necesitarían algún tipo de resonancia magnética que los exponga. Esa sería la tarea del escepticismo.
3.-Ahora pienso en Montaigne. Alerta. El francés tenía bien claro que en todo tiempo y lugar puede despreciarse el mensaje exagerando el rol de la forma. Al respecto escribió: «… cuando oigo a alguien que se detiene a encomiar el lenguaje de los Ensayos… no pretende ensalzar la elocución como deprimir el sentido…». Pero en un país de formas como el nuestro ¿quién no desprecia a Montaigne?
4.-A Montaigne, fundador del género ensayístico, le deberíamos a la distancia el “Ariel” de Rodó, “Radiografía de la Pampa”, “El laberinto de la soledad” o “La palabra quebrada”. Pero a través de él también descubrimos algo que Carl Sagan no dijo en los minutos que vi de su entrevista. No siendo ciencia, el ensayo como género también cultiva el escepticismo, con lo cual se advierte que —vaya sorpresa— el escepticismo no es el resultado ni propiedad exclusiva del método científico.
5.-De muestra un botón: «Dios los está poniendo a prueba, para que ellos mismos se den cuenta de que son como los animales. Los seres humanos terminan igual que los animales; el destino de ambos es el mismo, pues unos y otros mueren por igual, y el aliento de vida es el mismo para todos, así que el hombre no es superior a los animales. Realmente, todo es vanidad y todo va hacia el mismo lugar». Salomón dixit. The Holy Bible.
6.-Hay que decirlo: la calistenia escéptica, cuando se ejerce, cree.
7.-La ciencia no puede monopolizar eso que Sagan llamó escepticismo. Si la ciencia es sólo un método es, entonces, un método provisorio.
8.-La verdad (no quienes quieren comprarla) debería, para ser lo que es, monopólica. Pero el escepticismo, para ser lo que pretende ser, no puede estar en las manos de unos pocos.
9.-En la biografía que Peter Brown y Steven Gaines escribieron sobre “Los Beatles”, John Lennon es retratado como un cabro marginal que no llegó al cogoteo violento gracias a la música. Y ya como artista, su ímpetu se alió zigzagueante con la displicencia y el drama. A eso habría que sumarle que, a pesar de la rebeldía de la época, no exorcizó del todo ciertos lugares comunes que a la postre se le perdonaron con —para mi gusto— demasiada facilidad.
Aunque uno recele de la emoción instantánea o del coro simplista, reconozcámosle al hombre que, más allá de varios desatinos líricos, haya compuesto una cosa tan clarividente como “Nowhere man”. Tomo apenas dos o tres versos sueltos: “Sólo ve lo que quiere ver”, “No tiene un punto de vista”, “El mundo está a tus órdenes”. Ese era, en el imaginario Lennoniano o Lennoniense, el “hombre de ninguna parte”, el que se parece un poco a ti y a mí.
¿Qué clase de vaciamiento propone la metáfora del “Nowhere man”? No creo que la obviedad literaria tenga la razón en este caso. O sea, no creo que la canción trate de un puro desfonde del contenido o, menos aún, de la pérdida de consistencia respecto de una hipertrofia formal. No imagino que se trate de la desaparición —así de fulminante— de la lengua, del arte o del pensamiento ¿La “ninguna parte” es una parte o es la negación de la parte? Como la canción acontece y tiene espacio y un protagonista en un contexto, la “nowhere” es una metáfora de algo. ¿De dónde son, pues los hombres de la canción que no son de ninguna parte? ¿A qué clases de lugares renunciaron o ya no pueden pertenecer?
Recuérdese a Chance, ese individuo casi anónimo de la novela “Desde el jardín” de Jerzy Kosinski, embobado por la televisión, reducido a unos pocos metros de vida, pero, por lo mismo, poderoso en potencia. O Mr. Wakefield, el personaje del famoso cuento de Nathaniel Hawthorne, que aniquila su mundo impulsado por una morbosidad acezante. O Jean Valjean, sumergido en las aguas espectrales del capítulo VIII del libro segundo de la primera parte de “Los miserables”. O Theodore, el protagonista de la película “Her” de Spike Jonze, no solo enamorado de una inteligencia artificial sino además abandonado por ella.
Lo que más me asombra de la canción de Lennon es que el hombre de ninguna parte es inofensivo. Casi candoroso. Una víctima desconocida. Alguien sin brújula, vacío, pero al borde del éxito y del poder. Alguien triste que también podría estar alegre. Un ciudadano del siglo XXI que bien podría venir del futuro o colonizar el pasado. Un enigma de nuestro tiempo no hecho para resolverse sino para ignorarse.
No hay que confundir, por supuesto, la procedencia con la condición del sujeto. No estamos hablando de Ulises ante el Cíclope. El “nowhere” no es una astuto ardid sino la ausencia absoluta de astucia, estratagemas o (casi) conciencia. El “nowhere” está en un lugar, por eso hablamos de él, pero no le corresponde lugar alguno. La pertenencia está comprometida mucho más que la esencia aquí. Y uno ¿a dónde pertenece? ¿o a quién? Un loco de remate como Fernando Pessoa la tenía clara: «¿Para qué miras tú la ciudad lejana? / Tu alma es la ciudad lejana. Llueve fríamente».
El hombre de ninguna parte de la canción, apuntado a veces como una referencia erudita a un personaje del teatro isabelino, no está exento de una historia propia y, a la vez, de la historicidad que le da la época y la cultura en que la canción fue concebida. ¿Dónde está, entonces, el truco? Quizá no en el hecho de que todos seamos un poco hombres de ninguna parte. Pero sí, es probable, en que una figura así de marginal se haya vuelto tan destacada y potencialmente exitosa. Algo que todos (¿o casi todos?) evitábamos, ahora nos podría dirigir. Temíamos que nos tragara, pero ahora nos regurgita.