Algunos, engañados o con la voluntad de ser engañados, esperamos la llegada de la película Nosferatu en Venecia o Vampiros en Venecia (que para el caso da lo mismo) con injustificada ansia, casi como si se tratara de la parte final de una trilogía galáctica. Y eso porque alguien se había dedicado a propagar el falso rumor de que el Nosferatu de Herzog tenía efectivamente una continuación, con Klaus Kinski como protagonista, y que la tal continuación –absurda esperanza– daba respuesta a varios puntos que habían quedado suspensos en la película original. Y eso era falso de entrada porque la película original no dejaba mayores interrogantes. El vampiro moría en brazos de la protagonista y luego alguien se aseguraba enterrándole una estaca. Dejaba un continuador, en este caso una especie de debilitado Jonathan Harker, que lograba escapar a caballo con ganas de seguir haciendo el mal donde se le diera la oportunidad.
El rumor fue una canallada. La única gente que había adquirido experticia en matar y revivir al vampiro a voluntad pertenecía a la Casa Hammer, pero hay acuerdo entre los entendidos de que se trataba de hombres rigurosos, con oficio y coherencia, que además tenían respeto por los símbolos religiosos y también por el despertar sexual de la época. Eso se adivinaba con claridad cada vez que el vampiro volvía a atormentar a algún pueblo perdido en las serranías alemanas donde los habitantes todavía comulgaban con la fe católica. Al final, después de muchos sacrificios y pérdida de vidas, los protagonistas lograban arrinconarlo en su castillo antes de que se escondiese y se cobraban merecida venganza.
Si ya es difícil matar a un payaso, que no cuenta con el don de la inmortalidad, qué queda para un vampiro. En el experimento de Venecia queda claro que la tarea es imposible. No se la puede un experto mundial llamado Catalano quien al final, humillado, decide arrojarse a uno de los canales (pero no al más grande) que atraviesan la ciudad. Y no se la puede un grupo de cazadores, que en modo comando e incluso de día, llegan en lancha a la guarida del enemigo tratando de desafiarlo con tiros de escopeta sin lograr otra cosa que la cruel humillación y la muerte.
Rápidamente la película se ganó el desprecio de la mayoría. Hay acuerdo entre los entendidos de que ahí se trabajó de manera desastrosa. Con desprecio por el oficio. No sirvió ni el fichaje de gente probada como Kinski ni tampoco el de Christopher Plummer, otro grande, en el papel de Catalano. Nada de lo que se hizo sirvió. Los directores abandonaban el proyecto mientras el guionista agónicamente trataba de juntar el material disponible aunque las escenas no cuadraran o sólo tuvieran una empalagosa música de Vangelis como punto de unión. Cundía la desesperanza y en el caso particular de Kinski, como era habitual, la rabia homicida. Nosotros, que éramos adolescentes, no queríamos darnos cuenta de que se trataba de una porquería. La habíamos arrendado en el único videoclub conocido en la comuna de Estación Central, cercano a la Universidad de Santiago. Incluso a veces, para ahorrar, caminábamos casi una hora para llegar hasta allá. Eran otros tiempos.
Vimos Nosferatu en Venecia varias veces buscando que la repetición mejorase en parte la experiencia ingrata. A mí el fracaso de Catalano me duele en particular y me ha dolido por años. Y eso debe ser porque soy de esa gente que tolera mal el fracaso de los expertos y peor si eso lleva aparejado el suicidio de alguien que ha dedicado la vida a resolver un problema y falla a ojos de sus colegas y del público, como pasó en el capítulo inicial de una serie sobre un hospital de Nueva York a principios del siglo XX, donde un cirujano se mete un tiro en la cabeza después de la muerte de una paciente durante un intento de cesárea.
Yo creo que sacarlo así de la película fue una mala decisión. Pero eso no es del todo incomprensible. En ese tiempo, 1988, la opinión de los expertos todavía se respetaba y una escena como la que acabo de mencionar, la de Catalano arrojándose al agua, podía impresionar a los que todavía perseveran con la película. Ahora que el desprecio por los estudiosos es parte del modus operandi general ya no tiene sentido un hecho de esa naturaleza. No me imagino a Agustín Squella ni a ningún otro entendido haciendo algo similar luego de contemplar, con horror, el inefable texto elaborado por la Convención Constituyente luego de años de debates y escaramuzas.
Es interesante el contraste. En el Nosferatu de Herzog prácticamente no había expertos y en la asediada ciudad de Wismar, que había tenido la mala suerte de recibir en su puerto el barco donde venía el vampiro, sólo cundían el caos, la peste y la locura. Sin mayor conocimiento sobre la naturaleza de este mal y sobre su forma de contagio, era una verdadera proeza mantener la lucidez o al menos el orden en la acciones mientras cundía el descalabro y los ataúdes se acumulaban en las calles. En un momento la protagonista intenta caminar entre una multitud de infectados que bailan de manera delirante mientras la agonía se acerca. Hay ratas por doquier. Suena una melodía enigmática, como una despedida del mundo cantada por monjes georgianos. No hay instituciones. Las autoridades de la ciudad han decidido abdicar desde un inicio huyendo despavoridas.
Eso de que no hayan entendidos a quien recurrir siempre debería producir pánico pero no es tan así. En marzo de 2020 yo no hacía más que pensar en el apocalipsis estadístico que iba a venir y en algo así como el escenario del primer Nosferatu. Me sentaba en el patio de mi casa a escuchar la melodía de los monjes georgianos esperando que todo empeorara. Era domingo. Mi hijo me miraba con la misma extrañeza con que se mira a un estuporoso. Pero luego las cosas se mezclaron y ya no fue tan fácil decir cuál era la versión de Nosferatu que venía bien con los tiempos, aquella de la cual sacar lecciones, ni menos lo que pasaría en Santiago si empezaran a suceder cosas así de desagradables. Si se trataba del virus se escuchaba con temor reverencial a los expertos. En el caso de la Convención no hubo modo de que algo así pasara, ni siquiera a través de símbolos extraños, ni de la invocación de cosmogonías, arcanos o adivinaciones. Hasta el momento, y podemos decir que es una suerte, ningún constitucionalista se ha arrojado al Mapocho, humillado por el fracaso de su ciencia poderosa. No ha se ha visto una turba de cuequeros bailando poseídos y con el rostro desencajado en Plaza de Armas (quizá sí en algún tramo de Carlos Valdovinos). Nadie ha ido verdaderamente al sacrificio.
Repito la máxima del sociólogo alemán: varios se han aliado con el demonio para enderezar al país. Pero lo de los cuequeros enloquecidos en Plaza de Armas podría no ser parte de esto. No ser una señal exclusiva de vampirismo. Quizá su alienación tenga que ver con otra razón, algo que tiene que ver con la cueca misma y con su contenido político. Es difícil saberlo. Yo me imaginé la escena a propósito de A. y de su largo encierro por la pandemia. La veía caminando entre esta horda intentando mantener la distancia mientras porfiadamente trataban de obligarla a bailar. Había animales sueltos, fogatas, gente tomando terremoto, chinchineros. El pueblo se había tomado las calles. Así se desarrollaba una parte de esta pesadilla.