Recordé al “forfai” después de ver El agente topo. Le decíamos así en el barrio. De niño, creía que el apodo era “four-five”. Pero era “forfai”. Murió un par de semanas antes que mi abuelo materno, hace un par de décadas. Ambos atropellados. Aunque mi abuelo murió instantáneamente, el “forfai” se puso de pie, caminó los veinte minutos que separaban “el Chile” de su pieza arrendada en Carlos Toribio Robinet, saludó a la dueña de casa, se recostó y nunca más volvió a vivir.
El “forfai” era canoso y tenía una voz ronca y persistente. Algunos lo ocupaban de ejemplo para presumir de una vida casi invulnerable, a la que ni el exceso de alcohol ni el de tabaco habían hecho, aparentemente, ningún daño. Para los niños era un hombre cálido, alegre y sorpresivo. Aficionado a la hípica, hacía girar entre los dedos un ticket del hipódromo mientras caminaba lento pero jovial. Vivía solo —y aquí estoy tentado de citar a Salvatore Quasimodo— “atravesado por un rayo de sol” … “Ed è subito sera”.
También pensé en los museos cuando vi El agente topo. Se dice que los museos, parte del proyecto moderno, emergen en la Florencia de Cosme de Médici, y contribuyen a sintetizar una mirada sobre el mundo o, mejor aún, a consolidar la idea del mundo como una imagen, como una mirada. Por siglos —siguiendo esta noción— el museo es una institución que reclama para sí un estatus neutral y objetivo, capaz de captar y resumir la verdad y precisión de esta mirada. Como lo hace, en algún momento, la fotografía y el documental. A este último podríamos presentar la exigencia que Ivan Karp hace en Exhibiting cultures: «… que permitan a los museos ofrecer múltiples perspectivas o revelar lo tendencioso del enfoque adoptado».
Estamos, evidentemente, apremiados con la idea de que la verdad es imposible y la objetividad de cualquier medio o recurso (documental, museo, televisión) es engañosa en la medida en que no reconozca, de antemano, la parcialidad de su posición. Quizá por eso una reivindicación contemporánea del documental es la de su hibridez deliberada con la ficción. A la consecuente ambigüedad la estimamos como una exploración y una propuesta que resolverían la demanda de Karp. ¿No es lo que hizo Truman Capote con A sangre fría, o el “neorralismo italiano”, por otro lado, a su manera?
Esta zona incierta en el Agente topo es un buen punto para recrear ese debate sobre la moral en el arte y las transgresiones que, siéndole propias, no solo responden a su naturaleza formal sino también a la dimensión humana tras (o dentro de) la declaración artística. En el caso de la celebrada película chilena, la ambigüedad entre documental y ficción podría relacionarse con la tensión entre el control y la autonomía de la obra y la de sus protagonistas.
El filósofo alemán Markus Gabriel (publicado hace pocos años en Chile por la editorial Roneo) propone que la autonomía del arte es radical, incluso respecto de lo que llamaríamos su productor, el artista; es la propia radicalidad de su autonomía la que lo separaría de lo humano. Lo humano, según Gabriel, es universal, una condición que nos une a los demás, mientras que el arte no es susceptible a ningún tipo de comunión, de ahí lo radical de su autonomía. Gabriel incluso llega a declarar que «Si los humanos se transforman en obras de arte, se vuelven inmorales, porque las obras de arte se oponen a lo universal».
¿Quién tiene el control, entonces, en el Agente topo? ¿Está don Sergio, el protagonista, sujeto a esta ambigüedad de manera involutaria? Esta ambigüedad que para el espectador ducho puede ser estimulante e incentivar la reflexión ¿ocupa un lugar de privilegio en las motivaciones del propio protagonista? ¿Don Sergio actúa o se expone a un registro documental? ¿Él protagoniza una historia o la padece? No tengo, por supuesto, una respuesta taxativa al respecto, porque es muy difícil zanjar el asunto sobre un territorio que se resiste a fijar su material y que, a cambio, lo agita conceptual y estéticamente ante el espectador. Es más, la relación entre arte y moral, en su obsesión con la obra y con el autor de la misma, suele ignorar un punto importante: la moralidad del espectador.
Stanley Cavell proporcionó, con su idea de “presentidad”, una clave respecto de la disposición con la cual un espectador afronta una obra de teatro, la que se aplica, por supuesto, a esta película o a cualquier obra. Para él, una posición amoral del arte consistía en convertir cualquier drama en una experiencia estética, en un objeto acondicinado para el deleite o la conmoción de una audiencia, arrastrando con ello ese drama hacia la frivolidad del espectáculo. Como este razonamiento no busca impedir el arte, Cavell propone una obra que sea capaz de transformar la experiencia estética en una relación empática donde “el espectador” se transforme en “un testigo”. A esto es lo que Cavell llama “presentidad”. ¿Hay “presentidad” en el Agente topo? ¿somos “testigos” o somos “espectadores” de una obra que ha sido deliberadamente diseñada hasta en el último detalle con propósitos estéticos? ¿Es una obra que pone al centro sus cualidades artísticas o que nos convierte en empáticos testigos de un grupo de ancianos viviendo en un asilo?
No creo que las respuestas a estas preguntas dependan ni apunten exclusivamente a la autora de la película. Ese es el atajo tradicional. Como tan claramente lo expuso Tzvetan Todorov, este tipo de inquietudes son pertinentes tanto para los autores como para los espectadores, y así como la cuestión moral de un artista o de una obra nos resultan recurrentes y, a veces, conflictivas, la de nosotros como testigos o como audiencia, podría (y debería) recibir la misma atención. Lo que Todorov vio con inquietud era la autojustificación del espectador que, una vez satisfecho con la obra, retoza sobre su conciencia singularmente refinada, empática y moral. Lo cual es —como la obra que acaba de ver— una ficción.
Por eso me acordé del “forfai”. En el lunfardo, un caballo que ha sido inscrito para la carrera y que, antes de empezar, es retirado del partidor, es un “forfai”. De ahí que se ocupe también para designar a los que han perdido algo o que, producto de la pérdida continuada, están deshauciados de algún modo, o son indigentes. ¿Cómo contar, entonces, ahora nosotros en calidad de “testigos”, esta historia apremiante para la que no estamos inmunizados?