Estoy a orillas de un lago, en una cabaña al interior de un bosque remoto, parecida a la de Unabomber. Ahora conduzco un kayak por la orilla y veo la imponente cordillera. Me da un cierto placer culpable, como que no tengo derecho a estar aquí gozando del paisaje, dado el contexto catastrófico que estamos viviendo. Aquí, además del Covid, está el conflicto que genéricamente llaman mapuche, todo el vecindario se siente amenazado, ha habido quemas de casas de veraneo alrededor del lago y las clásicas quemas de camiones madereros. Por eso hay una presencia permanente, aunque precaria, de patrullas de carabineros que verifican un orden incierto frente a la amenaza de otro, identificado sólo genéricamente. Mi amigo que habita la cabaña parte del año me cuenta que al parecer hay un intento de desplazar gente por un sector de la población que tiene otro concepto de territorio y que considera el lago un lugar sagrado para su etnia.
La otra posibilidad es, simplemente, la especulación criminal relacionada con el negocio forestal, según me comenta otro amigo de infancia colegial que vive por acá y con el cual me reuní, y que vive cerca del lago, pero más cerca de un área semiurbana.
El lago en otro periodo, me imagino, estaría lleno de lanchas a motor y de turistas. Debo ser el único que se ve en una embarcación, aunque el lago es grande.
Hubo un par de días de lluvia, lo que es parte de la oferta, y los caminos se vuelven intransitables, pero la lluvia en el sur está más domesticada, no provoca derrumbes como en la zona central.
Mi amigo que me recibió en su casa asume que el destino manda, y si su casa es incendiada, dice, lo asumirá como un acontecimiento irremediable. Todo esto me lo comenta cuando vamos al pueblo, mientras conduce su camioneta de doble tracción, dado que los caminos se vuelven intransitables con lluvia. También es amante de la gran tecnología, lo que lo distancia de Unabomber, siempre y cuando esté al servicio de la aventura, eso implica pasar largas temporadas en el campo y otras de viaje, ya sea en velero o en medios de transporte más tradicional.
En el viaje que dura varios kilómetros, comentamos que estamos en un estado de normalización de una situación catastrófica, no sólo por la pandemia, también por la crisis de un país fallido que institucionalmente no ha asumido la voluntad de cambio de la población. Hay un tema territorial que entró en crisis terminal. Por un lado, una población en proceso de afirmación identitaria, que fue invisibilizada por siglos; y por otro, un proceso de parcelación de las zonas no metropolitanas, en lo que podríamos llamar la balnearización del país, desarrollada por sectores adinerados. Estos, impúdicamente, promueven una especie de puconización de las zonas lacustres, y todo lo reducen a su modo invasivo de vida, despreciando los modos locales. Es como la dictadura del turismo colonial o del verano como espectáculo de ricos que exhiben impúdicamente sus costumbres de consumo. Esto como parte de una discusión que dura entre ocho y diez kilómetros.
Me extraña que mi sector, la izquierda que se supone debiera proponer un cambio radical del modelo, no esté abocada al tema constituyente, como el eje de la democracia popular. Trabajando en las comunidades en la promoción de diálogos que posibiliten ese nuevo acuerdo que nos convierta en una nueva república. En cambio, el efectismo vociferante y quejumbroso de la soberbia pop, y de la producción de odio que funciona como sustituto de la verdad revolucionaria, y que generalmente se agota ahí, porque la derrota estratégica suele ser la respuesta, y el conformismo táctico es la escena histérico resistencial. Pienso en esto, mientras camino por el bosque, muy pegado al lago –ya hemos vuelto del pueblo, al que fuimos a abastecernos–, lamentando que los árboles nativos sean presionados por el eucalipto, intentando avistar un animal indómito, ya sea un puma o un zorro; desde niño esa ha sido mi obsesión, el encuentro con animales salvajes y compartir con ellos, en una especie de intertexto de Mowgli en el Libro de la Selva. Apelo a mi niñez y no me la imagino sin un perro a mi lado (en esa época no teníamos mascotas, sólo un amigo animal), ojalá la ley de la infancia pudiera resolver los grandes conflictos. Ese fue el tema de conversación con un compañero de la infancia escolar que vive a orillas del lago, a propósito de una idea peregrina de escribir un texto que describiría el diseño y construcción de esa ley vital que ajusta cuentas con la adultez perturbada.
Con este material, imagino, se puede escribir un guión de teleserie, de esas que asumen los signos de los tiempos.