Madariaga está junto a Remolino mirando el mar, junto a él hay una estufa a parafina en donde hierve una tetera. Está nublado y la temperatura pareciera seguir bajando, ni por casualidad va a salir el sol. Las semanas de cuarentena lo tienen algo angustiado, si no fuera por las clases de yoga on line, estaría tullido y encamado como un viejo que espera su fin. Siente el ronroneo de Remolino cuando le acaricia el lomo, sólo para sentir el contacto de un otro que se manifiesta como tal.
Percibe que en cualquier momento la neblina movediza no dejará ver la costa. Se hace un té de hierbas, de las que cultiva orgullosamente en el jardín. Toma unos apuntes en su bitácora, porque quiere hacer el recuento de las catástrofes que han asolado a su amado puerto. El terremoto del 85, el golpe del 73, las crisis económicas del tiempo de dictadura; la época del compañero jurel, cuando hubo una varazón de jureles en la bahía y todos los sanantoninos (o muchos) recogían jureles de las costas, como el relato bíblico de la multiplicación de los peces, en que por varias semanas había fuegos por todos los cerros, ahumando jureles (la gente denominó esas jornadas como las del compañero jurel, porque que vino a socorrer a la ciudad). Otra: la salida del estero Arévalo que inundó toda la ciudad. Madariaga también considera catástrofe el periodo corrupto de la Concertación y de la Nueva Mayoría, no perdona al desviacionismo social demócrata el convenio que posibilitó el proceso acumulativo de la burguesía que nos tiene en la situación actual de absoluto desmedro.
Dejó su escrito al recibir un llamado de un dirigente de la junta de vecinos que le pedía su colaboración con una olla común que estaban organizando con la comunidad, para ir en ayuda de no pocos vecinos que se habían quedado sin recursos al perder sus fuentes laborales. Debía partir en un rato a recoger mercadería en algunos puntos y llevarlos al sindicato de la construcción. Desde allí debía distribuirse a las ollas comunes que empezaban a funcionar en el sector alto de Barrancas.
La viuda Álvarez lo llamaba todos los días para que se tomara el antihistamínico correspondiente, además del uso de la mascarilla cuando le tocaba salir y todos los protocolos correspondientes
No podía evitar su ira contra el destino que nos golpeaba sin misericordia. Hasta cuando chucha, se decía, y miraba a Remolino que dormía plácidamente. Lamentaba algo que muchos lamentaban. La insurrección popular -porque él no lo llamaba estallidos social, como los medios de comunicación- los tenía casi de rodillas, apanicados y sin respuesta. Se refería al enemigo de clase. Se trataba de orientar esa lucha y darle un carácter revolucionario, esas imágenes producía su espíritu combativo y lleno de afirmatividad. Por otra parte, a veces, pensaba que este compás de espera que imponía la peste no era un mal momento, porque podría suponer un compás reflexivo y de revisión de la situación prerrevolucionaria. Es decir, resolver cómo capitalizar esa energía antisistémica para transformarla en un modelo de gestión que administrara la crisis y producir una nueva República a partir de un nuevo orden que surgiera de un nuevo contrato social, que es el que debía dar una nueva constitución. En fin, devaneos políticos que no lo dejaban dormir.
Por otra parte, sabía que en cualquier momento se iba a la mierda, si lo agarraba el virus podía cagar por esas obstrucciones que solía padecer por las alergias estacionarias. La viuda Álvarez lo llamaba todos los días para que se tomara el antihistamínico correspondiente, además del uso de la mascarilla cuando le tocaba salir y todos los protocolos correspondientes.
No era fácil. Era difícil enfrentar el día a día. Se puso la mascarilla y unos guantes de goma, miró la foto del chicho que tenía en el living y le hizo un guiño, y montó en su Lada.
Hizo la recogida de productos no perecibles, según la pauta que le habían dado y las fue a dejar al sindicato. Tuvo que sacar salvoconducto, porque ese día había restricciones de circulación. El dirigente de la junta de vecinos era también un militante importante al interior del partido, aunque nunca tuvo un interés personal por desarrollar una carrera política, pública, quizás porque el partido no le dio la pasada y lo destinó a cosas internas. Tal vez eso explique la petición que le hizo a Madariaga, se trataba de una tarea política, obviamente, de carácter reservado.
Dada la situación en que nos encontrábamos, en que la pandemia instalaba un modo de relaciones especiales que implicaban un cierto reflujo y distensión de la lucha política, lo que permitía un tiempo de reflexión que debiera permitir un buen momento para la acumulación de fuerzas. Esa fue más o menos la introducción. Madariaga, siempre imbuido de ese don de servicio, sintió un cierto estremecimiento. Conversaban esto respetando la distancia social con sus respectivas mascarillas, casi en la esquina de la calle El Molo con Patria.
En lo concreto, el compañero Rubén Saldivia, antiguo compañero de ruta, le pidió a Madariaga que impusiera sus buenos oficios de hombre perspicaz y de gran posibilitador de continuidades, o de buen hacedor de puentes frente a los quiebres que interrumpen los acontecimientos, políticos.
Madariaga debía hablar con los Cárcamo, una familia de pescadores y trabajadores del puerto que habían sido activos en la insurrección local, interrumpida por la peste, y que habían, junto a otros grupos ultra descolgados, y algunos libertarios o anarquistas, pavimentado un camino propio, cuyo objetivo era el municipio. Era necesario un proyecto unitario y evitar la dispersión. El compañero Saldivia le entregó un paquetito para que se los llevara de regalo, como gesto de buena crianza. Madariaga preguntó de qué se trataba. Era un paquete de marihuana, porque los Cárcamo y su entorno eran consumidores y en estas fechas había escasez, se suponía. Ellos lo recibirían bien, era un equivalente a la pipa de la paz. El otro detalle es que debía ir en bicicleta, porque el Lada era demasiado ubicable en el entorno y la idea era que esto estuviera delimitado por protocolos de reserva. Por eso es que le tenía una bicicleta de alta gama, una Trek usada, pero en muy buenas condiciones, de color granate (o concho de vino). El comité local del partido solía usarla para actividades de correo reservadas. Incluso le pasó un casco, que era parte de todo el dispositivo.
Madariaga echó la bicicleta en la cajuela, tuvo que amarrarla, porque no cabía del todo. Guardó el paquete de marihuana en la guantera, no intentó ocultarla. Iría en la mañana del sábado a mediodía.
Más de algún transeúnte le gritó algo en el trayecto. Buena, hombre bala; o parecí piure en bicicleta, viejo culiado; o ¿estai haciendo delivery de jibia?, Madariaga
Se levantó temprano para prepararse. Revisó la bicicleta y comprobó que se encontraba en buenas condiciones, aún así decidió echarle aceite a la cadena, también desempolvó una mochila en donde echó una botella de agua y palo pequeño, pero muy duro, para enfrentar posibles situaciones adversas, como la de un automovilista agresivo o la de un perro que lo intente atacar, lo que es bastante común, dado los perros vagos que pululan por la ciudad y que se entretienen persiguiendo las ruedas de cualquier vehículo, sobre todo las de las motocicletas. Aunque con el casco rojo que le pasaron y que le da un aspecto algo payasesco, puede que los perros lo elijan. El casco tenía un detalle no menor, una especie de pegatina con la hoz y el martillo, lo que le daba cierto carácter oficial a todo ese dispositivo, también descubrió otros símbolos del partido en la estructura de la bici. Incluso le dieron una mascarilla de tela con la hoz y el martillo y otros merchandising que guardó en su chaqueta, como unas tarjetitas imantadas con poemas de Neruda que luego instalaría en su refrigerador. Otro detalle importante era la protección de las manos, por lo que tomó unos guantes de construcción, de esos de cabritilla que siempre llevaba en el Lada, por el aire frío y por protección frente a alguna posible caída.
Hacía tiempo que no montaba una bicicleta, pero al dar una vuelta a la manzana, se sintió más cómodo, al parecer el yoga le estaba permitiendo mover mejor la rodilla, lo que le permitía pedalear con mayor energía.
Hizo el plan de viaje, debía ir de Las Dunas, su población, hasta Cantera, por el camino costero, incluida una dura subida en la zona del faro. Lo bueno de la bicicleta es que uno podía bajarse y caminar o descansar. A esa hora, 11 de la mañana del sábado, no había mucho tráfico por Barros Luco, la calle principal. Se podría decir que era un viaje agradable, sintió Madariaga un cierto aire renovador al sentir la brisa fría en su rosro. Lo único que lo inquietaba levemente, era que en ningún caso pasaba desapercibido. Quizás era el mismo casco o su aspecto general, él siempre pretendió pasar desapercibido, pero más de algún transeúnte le gritó algo en el trayecto. Buena, hombre bala; o parecí piure en bicicleta, viejo culiado; o ¿estai haciendo delivery de jibia?, Madariaga. Era toda gente que parecía estar al tanto del mundo marítimo portuario.
Descansó unos minutos cerca del odioso mall, miró el mar, luego el cerro, hubiera querido un shop bien helado, y se subió a la bici para el ataque final a la zona del faro. El último tramo lo caminó, se ubicó frente a la casa de los Cárcamo, bebió un sorbo de agua, intentó llegar a la puerta, pero un par de perros se lo impidieron. Sacó su palo de defensa, pero justo salió el hijo mayor del viejo Cárcamo, el Milko, un muchacho grandote que Madariaga conocía de chico.
Madariaga debía hablar con los Cárcamo, una familia de pescadores y trabajadores del puerto que habían sido activos en la insurrección local,
Conversaron en la puerta del antejardín manteniendo la distancia social. El saludo más que frío estuvo determinado por la sorpresa. Madariaga fue directo al grano, a sabiendas de que era Milko el heredero político del padre que estaba hace rato algo delicado de salud. Además, su hijo había liderado personalmente las últimas manifestaciones contra el gobierno, paralizadas por la pandemia, aunque igual habían seguido algunas protestas sectoriales, de pescadores en este caso, de hecho el muchacho había estado detenido hasta hacía poco.
Madariaga le comunicó el recado respectivo, lo que sorprendió al dirigente político que no esperaba que viniera del PC. Y no pudo dejar de reprocharle a Madariaga su rol de recadero diciéndole con cierta brutalidad, propia de su inexperiencia política, que ahora el partido lo usaba para sacar ciegos a mear. Madariaga lo paró en seco diciéndole que podía aguantar ironías de viejos luchadores, pero no agresiones de un pendejo alumbrado. El compañero se disculpó y bajó el tono.
La cuestión era el viejo tema de la unidad del sector. Madariaga insistió en la necesidad de diseñar un proyecto comunal y dejar de lado el ideologismo, se trataba de desarrollar una buena gestión comunal, y para eso era necesario un programa, ojalá independiente y autónomo de las élites políticas. El muchacho le respondió que ellos estaban de acuerdo con eso, pero le parecía raro que el partido, dada su tradición, estuviera dispuesto a no seguir la línea directa del comité central. Madariaga arremetió argumentando que el partido local estaba en otro predicamento, asunto que Madariaga improvisó, obviamente.
Lo importante era que se debían mantenerse conversaciones con una cierta formalidad y periodicidad, quedaron de que se armaría un calendario y que los interesados enviaran su visión del asunto y un bosquejo de programa. Cuando se despidieron Milko le hizo saber que le extrañaba que no anduviera en su Lada, Madariaga le contestó que usaba la bicicleta para mantenerse en forma. Mantener la forma política, le agregó el joven dirigente. Ahí, Madariaga no pudo dejar de reconocer el mejoramiento de la calidad de la ironía.
Madariaga, siempre imbuido de ese don de servicio, sintió un cierto estremecimiento.
Al final, cuando ya casi se iba, el compañero le pidió un favor, si podía llevar unos paquetes de arroz y unas bolsas de pañales para adultos mayores, al sindicato de la construcción que estaba haciendo acopio de esos productos para repartirlos en ollas comunes y en juntas de vecinos. En la mochila cabía todo. Madariaga no pudo negarse, más aún, le expresó su afán colaborativo ofreciendo el Lada para otra ocasión. Estaba a punto de irse cuando se acordó del paquete de marihuana que debía entregarle. El partido les envía este presente para que estén bien compensados a la hora de tomar decisiones, observó Madariaga muy formal. Se agradece la delicadeza, respondió el dirigente.
La vuelta fue más placentera, porque era en descenso y porque comenzaba a despejarse, y se asomaba un tímido sol, además, sentía el placer de la tarea cumplida, tarea política, por lo demás.
Cuando estaba en el sindicato de la construcción entregando los encargos, recibió el llamado de la viuda Álvarez que le recordaba que debía tomarse el antihistamínico.