1.Fue tal la persistencia, la contumacia, la terquedad de su ausencia que —mientras veía el partido Chile-Brasil— el gol chileno que nunca llegó estuvo, sin embargo, dibujándose en medio de la táctica. No apareció, pero sí apareció. A veces decimos “no se concretó”, como si le faltara condensación al sueño, como si el gol fuera un pensamiento que no se encarna todavía. Una promesa no coagulada. Lo vi pasar y nunca pasó, como una ligera vibración en la faltriquera que luego uno examina para sorprenderse con nada.
El ímpetu, los desplazamientos, los aciertos coreográficos, un amague que se transforma en una carrera sobre un pasto húmedo y leve. Pero nada traducido en gol, nada determinante. Todo como un vapor imposible en un páramo deportivo. Estéril. Impotente. No pude evitarlo: ver ahí una metáfora del poder generativo de la nación, ahora marchito.
Que a esta anquilosis e infecundidad se le llame “sequía goleadora” no hace más que ponerlo a la altura de los tiempos. El desierto avanza, carcome y menoscaba a la vegetación, devora ríos, quema lagunas, edifica polvo sobre polvo. La tierra humecta la tierra con fuego y sobre la misma tierra el suelo se rompe como carcaza. Es un grito que no encuentra audiencia. Se ve tan lejano estando —según se dice— tan cerca.
Hay languidez creativa, espiritual o política. Pero lo mustio o lo convulso ahora es el planeta. Chile, en este sentido, despierta en un mal momento de la historia universal. Qué duda cabe: hay un problema serio en el libreto del país. Nuestra cultura (o nuestra política) se nos describe hoy trémula y germinal y pujante, como recién descubierta, inaugural. Pero choca con estas condiciones climáticas y esta crisis tan anunciada como poco atendida.
Suena entre paradójica y trágica esta imaginería optimista y naciente en medio de condiciones climáticas más bien apocalípticas. Pero a eso se dedican los que se dedican a eso: lubricar las ideas del futuro, aunque el mañana cruja o amenace. Quizá por lo mismo, en el juego de las compensaciones, a quien le da pudor la palabra “porvenir” se aproxima al futuro no como un sueño sino como una pesadilla.
Y así es como llegamos a imaginar el fin, con todo lo tirante que puede haber entre la imaginación y el fin. Pienso en la novela de MacCarthy “En la carretera” o en “Interstellar”, la película de Nolan. Pero ¿qué hay más allá de la imaginación del fin?
El fin inspira, estimula a la imaginación, aceita lo creativo. Pero nuestra imaginación del fin aparta (o al menos lo desea) el acontecer del fin. Parece que encapsula el fin en el territorio de lo imaginario. Lo con-fin-a. Y parece que esa fuera su tarea: concebir el fin como algo puramente imaginario. ¿Pero nuestra imaginación está preparada para saltar a algo que vaya un poco más allá de la imaginación?
Los indicios quieren interpretarse a sí mismos.
2. Hay una sutil fisura en el lenguaje de los muchachos, nos dice el encargado. Se nos mueve la frente como una persiana. Entornamos los ojos, miramos de soslayo a la izquierda y a la derecha. El silencio le responde por nosotros. Nos explica que ellos (los muchachos) dicen la verdad cuando dicen que sus sandeces (escritas o habladas) no representan las intenciones de su interior. Ahí está —usemos mejor otro concepto— la brecha. No es un hiato entre forma y fondo ni entre significado y significante. El alumno —según el encargado— se aísla ¿me entiende? se aísla del entorno, como los icebergs que se parten en trozos, así los muchachos navegan en su propio océano interno, ejercitan poco las neuronas espejo (le pone solemnidad) y llegar al otro, encallar en la piel ajena, se les vuelve una incógnita, un territorio que va quedando muy lejos para la exploración. Todo lo social —repite sibilino— es una amplificación de lo individual, no algo propiamente social. Los muchachos adelgazan el leguaje, y no en un puro sentido léxico. No se trata de lo que el lenguaje dice o deja de decir sino de la pertinencia del lenguaje en un mundo como el suyo. ¿El nuestro? Claro —dice el encargado—. El de ustedes ¿De quién más? Ellos (los muchachos) lograron transformar el lenguaje en algo que le corresponde solo a los demás. Es una burocracia social. Y “los demás” son ustedes, los viejos. ¿Pero no será la pura y manida y envolvente diatriba generacional y punto? No, dice el encargado, pesimista. Los muchachos tienen sus propios gestos y señales allá adentro, atrofiados bajo el slogan de “la luz interior”. Con eso les basta. Ese mundo íntimo sin palabras y sin imágenes crece y crece y lo de afuera, ya sabe: inanición. Y la verdad, hay pocas cosas hoy que estén —digámoslo así— diseñadas para volver a juntar a gente sola. Ya sabe, me imagino, que “soledad” tampoco es una expresión suficiente, acota el encargado. Otro triunfo —dirán algunos— de “la técnica”: volver accesoria o imprescindible la comunión. ¿Qué quiere que le diga? ¿Tiene modo de fundamentar estas conjeturas? Lo confronto. Claro que no. No se pierda. El tema son los muchachos. Ni siquiera son mal intencionados, quizá sean una de las generaciones mejor intencionadas de la historia. Pero su drama —discúlpeme el paternalismo— o su virtud si prefiere —discúlpeme lo voluble— es que lograron escindir “algo”, sí, tal cual, “algo” dentro del flujo sanguíneo del lenguaje. ¿Ha leído el poema “Sestear pálido y absorto…” de Montale? Le recito el final, lo sé de memoria: «en este andar bordeando una muralla / que encima tiene trozos filosos de botella». No es que los muchachos levantaron un muro alrededor suyo (como el de Kavafis), menos que lo aseguraron contra los intrusos con trozos de botellas. Para ellos, hablarles o escribirles a ustedes es hacer una fila demasiado larga.
3. En el libro “El gran número” (1976) Wisława Szymborska incluyó el extraordinario poema “La habitación del suicida”. Parte así: «Seguramente creerán que el cuarto estaba vacío». De este modo, el título y su primer verso configuran la trama y el tono espiritual. La sequedad del comienzo nos sitúa cinematográficamente en lo que podría ser un plano-secuencia-poético. De ser esta la intención —nunca lo sabremos— se confirma la potencialidad reflexiva de esta herramienta visual que nos desliza sin interrupción a través de un espacio (por un tiempo considerable) para que la representación, asaz desnuda, nos permita entrar en las cosas más allá de su pura materialidad y forma.
El poema confirma, en parte, la premisa descriptiva de su nombre. Recorre la habitación mientras se aclara que el escrutinio visual no proviene de una mirada distante y neutral, sino de quien ha sostenido una relación amistosa con el interfecto. De hecho, el tono quirúrgico y sobrio parecen disfrazar muy bien el dolor hondo y radical del observador. Y así mismo, el poema horada prejuicios y contraviene lugares comunes respecto de las causas y los afectos de un suicida.
En ese plano quizá resida la mayor astucia y profundidad del poema. «Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos. / Un buda despreocupado, un cristo pensativo. / Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda». La presencia de lo contingente del periódico contrasta con la trascendencia que podría buscarse en Buda, Cristo o, al menos, en la suerte. Pero esta posición en que son presentados, uno junto al otro, desprovistos de singularidad, en minúsculas, como ecos de lo que realmente son, igualados sin la menor inquietud, extraídos de sus trasfondos, vaciados de sus respectivos significados, y luego puestos ahí junto a la esposa de Rembrandt, multitud de libros, un poema épico, políticos, la perspectiva de una ventana y una puerta disponible, ¡qué bien presentan —a través de esta habitación— a nuestra propia época y cultura! Marcadamente pluralista, secular, diversa, desprejuiciada y dispuesta a ofertar cada pieza del arte y del pensamiento, cada cosmovisión y espiritualidad, como una alternativa más dentro una variedad enorme y equidistante, del mismo modo en que un supermercado dispone en sus góndolas las bolsas con arroz y las mayonesas. ¡Qué tragedia la habitación del suicida! A su disposición todos los mecanismos redentores posibles y aún así, vacío existencialmente. Para otros fines, los sociólogos Kathya Araujo y Danilo Martucelli crearon el concepto de “inconsistencia posicional”. Sin embargo, la idea suena pertinente respecto de este mundo (la habitación) paradójicamente vacío, el que, a pesar de su acaudalada composición, es incapaz de ofrecer estabilidad y sentido.
“La habitación del suicida” es recorrida por una amiga. Poeta. Y su indagación exhaustiva, semejante a un ejercicio policial, queda más bien orientada a una sofisticada reflexión sobre nuestra época, próspera en muchos sentidos, ahíta de muchas formas, pero impotente en su interior, como un ciruelo florecido y radiante por fuera, cuyo tronco y raíces se pudren por dentro.