Me imagino que nos estamos deteriorando todos sicológicamente y, también, a nivel orgánico, qué duda cabe, cualquier caldo de cabeza estamos consumiendo. Mucha introspección, mucho soliloquio, mucha filosofía y eso no puede terminar bien. No quiero escribir certezas ni enunciados inteligentes. Necesito, eso sí, autoafirmarme como entidad productora. Por ahora preparo un gran huerto frutal y de hortalizas, además escribo, y trato de no tener contacto con nadie, algo que me resulta fácil, mi fobia pre existente me sirve como un gran capital, aunque siempre amenazado por mi tendencia a la obstrucción respiratoria cuando me ataca algún resfrío fuerte que deriva hacia allá, por eso trato de no pasar frio.
Los que siempre hemos estado en situación de abandono nos sentimos con cierto capital resistencial para enfrentar la novedad
Y para no perecer de autoabandono estamos tramando con mis amigo(a)s del colectivo Pueblos Abandonados (en adelante PPAA), que somos unos escritore(a)s que habitamos en pueblos de mierda, hacer una proclama cuarentenaria. Porque nos dimos cuenta que siempre hemos estado en situación de aislamiento y de abandono, es decir, en estado de cuarentena cultural y social.
A los que nos ha tocado habitar estas ciudades pequeñas, cuya función es la de ser patio trasero o lugar vacacional capitalino, o, simplemente, sucursal del infierno, como dice el escritor magallánico Óscar Barrientos, constituimos un tipo de habitante más o menos inmunes a la macroestructura del desprecio institucional. La paradoja actual es que dada la situación de emergencia estas zonas surgen como espacio de salvación a la que los santiaguinos aspiran para capear el temporal.
Todo esto no es sólo por el desarrollo de una estrategia cultural para enfrentar o hacerle el quite al deterioro y a la descomposición personal y social, es también un quiebre con las ficciones distópicas y postular en cambio una ficción territorial sostenible o sustentable que consiste en asumir que se acabó un mundo, que ya morimos en cierto modo con él, y que hay un porvenir más que incierto, pero que no cabe duda que es otro mundo.
Los que siempre hemos estado en situación de abandono nos sentimos con cierto capital resistencial para enfrentar la novedad. Eso imaginamos.
Y puedo decir, quizás no muy responsablemente, que la capucha anarca de las barricadas anticipó a las mascarillas de la pandemia.
Uno ya ha perdido la sensatez, menos mal, y tampoco uno es un sujeto bien pensante que aspira a la cátedra y al pontificado, muy lejos de eso. Desde mi lugar de aislamiento vivo en un bien aprendido sistema de sobrevivencia. Y percibo el deterioro a mi alrededor, el martilleo de mis vecinos que intentan arreglar sus casas, que jardinean obsesivamente y hasta barren veredas, como las viejas de antes, en un claro síntoma de depresión. Y el ladrido insoportable de los perros que acentúan patológicamente la conducta guardiana al estar más tiempo con sus amos.
Como decaído habitante de la provincia siento el peso de lo porvenir a partir del lenguaje, más concretamente de una palabra, y por eso conjugo ese neologismo verbal que anda en boca de algunos, cuarentenar, que en nuestros PPAA funciona como una oportunidad posible de salir del abandono estratégico. Y puedo decir, quizás no muy responsablemente, que la capucha anarca de las barricadas anticipó a las mascarillas de la pandemia. Decimos esto a propósito de una lógica de interrupción-continuidad (o cambio de eje) de los acontecimientos que es parte de la oferta apocalíptica que hemos adquirido.
Estamos condenados a un cierto horror irremediable.