En estos meses de pandemia, es determinante cómo nos enfrentamos a la muerte: todo el aparato informativo vomita números. La muerte es un número, los cuerpos enfermos son números, las camas de hospital, los funcionarios que atienden a los contagiados. Hasta hace poco, todos los días se hacía una cadena nacional de medios informativos para dar relación de cifras, aún cuando ya no provocan impacto, son parte de las imágenes que, repetitivas, van perdiendo su fuerza día a día. Hilachentas, vacías, pierden toda amarra con nuestra experiencia sensible donde los números se vuelven vecinos, amigos, parientes.
Mi padre está amargado porque no pudo “presentar sus respetos” a la familia de la señora Ema Soto y despedirse de ella “como corresponde”. Hace, luego, una larga relación de todos los valores de esa vida específica que acaba de perderse: se trata de una profesora jubilada quien, además de una larga vida dedicada a la educación, fue testigo de algunas décadas florecientes en nuestra ciudad. Continúa contando todo lo que sabía de ella, gestos cercanos, anécdotas oídas. Por unos momentos, ella vuelve a vivir en torno a la mesa de estos vecinos ancuditanos. ”Ni siquiera lo dijeron en la radio”, lamenta, “ya no dan los avisos de muerte”. Ha dicho un par de veces esta sospecha de que no quieren que sepamos cuántos y cómo están muriendo. O tal vez, porque no podemos hacer velorios ni ir a los funerales, ni novenas, ni remate ni nada.
Esta semana fuimos un momento a acompañar a la familia de una antigua vecina. En el Salón Velatorio había tres personas más así es que cuando llegaron otros, debimos despedirnos. No estuvimos más de un cuarto de hora y en ese lapso todo fue hablar de otros que han partido. “Cuánto habrá rogado ese padre…”, dice una vecina comentando un caso de Covid en el hospital de Ancud. El médico llamó a los padres para que vayan a buscar el cuerpo de su hijo; les dijo que ya no había nada que hacer y mientras arreglaban su viaje desde la zona rural donde vivían, ya el joven de 30 años, estaría muerto. Llegó el padre y lo dejaron entrar a despedirse. La señora cuenta que el joven despertó y saludando, volvió a la vida. “¡Cuánto habrá rogado ese padre” repite. Seguramente este pequeño milagro irá creciendo en el relato y se sumará al archivo de historias mágicas que tanto nos conmueven en esta tierra.
Como la vida, las imágenes de muerte son a veces trágicas, otras bellas o salvajes. La madre de un amigo, la semana pasada, fue atropellada en un paso cebra, mientras llovía torrencialmente. Estuvo tendida (tirada diría mi padre) en el pavimento hasta que llegaron los servicio de salud y policía. Una muerte ignominiosa, abusiva. Se comenta en voz baja, pero también en alta voz que se trató de jóvenes que cruzan la ciudad en autos intervenidos haciendo mucho ruido y a alta velocidad.
También en esta espiral de atracción significativa, recuerdo un sueño que tuve hace un par de meses. Había un enorme movimiento, la tierra se abría, el cemento de las calles se levantaba dejando enormes grietas como heridas, pero no había desesperación, más bien una festiva sorpresa porque uno podía inclinarse y recoger choros maltones negros y brillantes que salían a la superficie. Yo miraba a mi madre y ella me indicaba, saca los que quieras. El movimiento de las capas tectónicas daba la impresión de una situación feliz. No es difícil interpretar este sueño: la ruptura de una superficie poderosa, de una forma de habitar, esconde otros tesoros que también somos y habremos de tener la inteligencia y la ternura de superar estos tiempos brumosos. Se está terminando una época y los partos son siempre ruptura, dolor, incluso sangre.
Hace un par de días ya que la ciudad amanece velada por una neblina espesa. Supongo que calza muy bien, como un manto a la medida de las emociones que van protagonizando los tiempos. A contracorriente de la construcción del sueño país con sus alto y bajos, el ánimo personal se acerca al tono menor. Como imantadas, ciertas imágenes se acoplan al estado anímico y nos remueven las placas más profundas de humanidad; así, por ejemplo, se llora frente a la fotografía del último rinoceronte blanco, agonizando mientras su cuidador parece consolarlo con palabras y caricias. Desaparecen especies y nos sobrecoge la calidad de irreversible en este proceso, pero, en realidad, cada individuo que desparece provoca un desajuste, una grieta alarmante. Porque somos únicos y el fragmento de mundo que se pierde con la muerte es una merma en la riqueza / en la composición total.