Todavía no logro sentirme culpable. Y eso que ha pasado el tiempo y a mí el tiempo me vuelve todavía más culpable y, si fuera el caso, rencoroso. Esa noche, en el campo, yo no podía dejar de hablar. Mi primo y mi hermano empezaron a festinar por el 18 de octubre -brindis por lo que está pasando, decían con satisfacción- y yo ya estaba cansado de escuchar los mismos diálogos no sólo acá, en el verano, en la noche de la Tuna, sino que desde el principio, poco después del asalto al metro, o de la asonada -palabra que sigue sonando mejor- y de todo lo que vino después. Por esos días estaba de moda defender casi llorando al matoncito Chanfreau, falso hijo de obrero que se había ganado la admiración por igual de frenteamplistas y profesores universitarios luego de impedir, lumpen mediante, que muchos escolares pobres pudieran rendir la PSU. La defensa no hacía más que aumentar la odiosidad. Esa jornada, sin embargo, equivoqué de entrada el ataque. Dije que me llamaban la atención las infames críticas a la jueza Karen Atala, otrora ícono de la lucha por los derechos de las minorías sexuales, acusada arteramente por el mundo progresista de ser parte de un sistema de detenciones ilegales y por defecto de tortura y delitos de lesa humanidad. Eso sólo por haber estado a cargo del control de detención de un estudiante que había lanzado una molotov durante el motín. Yo insistía en el argumento sabiendo que la cosa no iba por ahí y que el rival, asegurado por la partida equivocada del oponente, se daba cuenta que cualquier argumento le servía para mantener su desafío.
La mujer de mi primo estaba enferma. Y triste. Los oncólogos le habían dado el peor de los pronósticos. Era probable que fuese la última vez que visitara ese campo. Llevaba más de 3 años en Chile luego haber llegado del Perú. Quizá llevaba menos. El día en que fui a conocer al hijo que tuvieron, recién nacido, a la Clínica Dávila, recuerdo que llovía copiosamente. Como cuando yo era chico. No tan lejos de ahí, en el Cementerio General, enterraban a D. No es mucho lo que al respecto puedo decir. Yo la había conocido cuando ella todavía era estudiante de Medicina. Apenas un rato, casi al final de una fiesta que habíamos organizado en la sede Occidente, en la Quinta Normal. El Gran Show de Variedades. En ese tiempo las fiestas que terminaban de amanecida generaban mucha esperanza. La gente incluso cansada sentía una enorme satisfacción. Sin embargo, y acá viene lo malo, el cáncer terminal de D. invade los recuerdos, todo se vuelve doloroso y agónico, todos los hechos indistintamente, incluso la fiesta de amanecida, conducen a la misma fatalidad. Todo se reduce a sus últimas días en la Clínica Alemana, sólo despertando a medias cuando la analgesia de última línea ya dejaba de hacerle efecto. El día de su funeral llovía como ya nunca iba a llover después y la otra Clínica que yo intentaba visitar, en Recoleta, parecía más oscura y deteriorada que de costumbre y la gente, en las salas de espera, mostraba todos los estigmas de la humedad sostenida. Era como si estuvieran ahí guareciéndose de la lluvia y no esperando conocer a los recién nacidos, a esas alturas temerosos por haber venido al mundo en este invierno irrepetible.
No sé si todo ese recuerdo, al menos aquella noche, me hacía hablar sin culpa. Era febrero de 2020. Defender al matón de Chanfreau era imperdonable. No había forma de quedarse callado. El primo a esas alturas ya culpaba a carabineros de haber incendiado las estaciones de metro y seguramente los supermercados y el diario El Líder de San Antonio y todo inmueble que fuera sensible a los líquidos acelerantes. Su mujer alcanzó a decir que sería bueno que Piñera abandonara la presidencia. Que diera un paso al costado, eso exactamente fue lo que propuso con educación.
Pensé en el golpismo que todavía animaba muchos corazones. Pero me detuve. Quería hacerle alguna mención a Sendero Luminoso y a alguna de las consecuencias de los proyectos revolucionarios en el Perú. Decirle que incluso así prefería a Abimael Guzmán y su extensa biblioteca material dialéctica y el legítimo sueño de arrasar como una horda todas las instituciones y monumentos y a todos los enemigos y a los hijos de los enemigos. Me extrañaba que no admirara a Abimael y que de paso hablara claro, no insinuando el golpe blando sino el fin del Estado Chileno. Pero, ustedes algo saben, esa noche en el campo de La Tuna hace rato que ya no estaban las cosas para seguir con la discusión y mientras el resto intentaba intervenir ella sólo pedía que se fueran pronto, desesperanzada, como si hubiera adivinado que yo no dejaba de pensar en Abimael y en el desaparecido Alan García, disparándose altivamente en la cabeza antes de que la policía entrara a su casa para arrestarlo. Qué hombre, qué orgullo, un verdadero Alfonso Ugarte lanzándose a caballo desde el Morro de Arica (por años creí que había sido Bolognesi el del salto a caballo y eso por culpa de un álbum de Artecrom donde una lámina lo mostraba volando por el aire sobre su cabalgadura). Ella hacía ademán de despedirse y él seguía discutiendo, finalmente rodeado por sus muchos enemigos, un lote de viejos que despreciaban el Estallido desde un principio y deseaban lo peor para todos sus defensores. El primo alcanzó a decir que se venía otro Golpe Militar. Que ese era su principal temor y que estaba casi seguro de que esta tragedia vendría de forma inexorable, al modo chileno. Y así fracasarían los sueños del pueblo, triunfarían los poderosos, vendría otra edad oscura propiciada por una única y honesta demanda de dignidad. A diferencia del ejército peruano en lo alto del Morro, no hubo manera de hacerlo retroceder.
En mi familia esos actos de honestidad política nunca han sido perdonados y menos si hay una mujer enferma en medio de la discusión. Ella murió meses después. Al igual que D. su agonía se transformó en sufrimiento insoportable, confusión, imposibilidad de conseguir cualquier alivio.
Incluso así no sentí culpa. Y toda esa discusión no podía más que propiciar una culpa devastadora. Debe ser que me he transformado en una persona odiosa y que habitualmente no deja de asomarse en mí un nerviosismo teñido de ofensa, pensamientos repetitivos, sueño superficial, una frustración casi automática. Esto en general vaticina un aislamiento mayor, amparado en el goce que sólo proporciona el pesimismo y el deseo inexorable de que todo el proceso revolucionario fracase, como fracasó el Milenarismo en su momento y el Movimiento Teocrático y la lucha de los encapuchados en el Instituto Nacional y la defensa de la Iglesia de Carabineros.
Vi al primo en el funeral en el Cementerio Católico. Eso fue el año pasado. Luego, eso iba a ser evidente, ya no hubo manera de hablar. Hice un intento de comunicación en el Día del Padre. Y nada. No hubo respuesta. El Día del Padre, todos lo saben, hace rato dejó de servirle a los reaccionarios.