Año 1999. En la escena hay una vaquilla amarrada y un fabricante de carretas de bueyes llamado Florencio. El oficio está en retirada, reconoce don «Lencho», pero las vaquillas y el fútbol todo lo contrario: el domingo se viste de presidente del «Tres Hijuelas» porque comienza el campeonato de primavera. A todo esto estamos en la comuna de Lautaro. Y el partido inaugural es entre Nueva Imperial y Tirúa. Afuera corren las garrafas y, mientras alientan a los hijos o maridos, las viejas amasan tortillas para el rescoldo y fríen empanadas de carne picada. Los jugadores se hidratan con chicha de manzana y alguien saca el acordeón. En horas la vaquilla es recibida por el campeón Deportivo Chanco y se agradece la presencia del ídolo del folklore local —y futuro candidato a diputado— don René Inostroza. La camaradería está desenfrenada.
Cuando las redes sociales piden astutamente el retorno de 31 minutos a la tele abierta, no sería descabellado pedir un capítulo diario de Al sur del mundo para amortiguar los pálpitos vitales.
Esto ocurre en uno de los 108 documentales rodados de Al sur del mundo, programa de televisión grabado entre 1983 y 2001 y, según sabemos, exportado alguna vez a México, Holanda, Bélgica y Canadá. ¿Qué se habrá dicho en Rotterdam o Guanajuato del clásico entre Imperial y Tirúa? De seguro no importa tanto. Porque esta lluvia de imágenes puede encerrar el secreto del mundo o quizás nada. No hay quintas patas ni perdices para embolinar: aquí late algo tan enigmático que todo pasa o se detiene dejando una silenciosa resonancia.
A cargo de todo está la productora Sur-Imagen liderada por los hermanos Juan Carlos y Francisco Gedda, directores, productores y guionistas del programa. En una de las pocas entrevistas conocidas, el también biólogo Juan Carlos cuenta cómo a los trece años sintió el impulso de fotografiar —con una cámara rollei de formato medio— las gotas de la lluvia que se posaban en los arbustos de su casa. Y años después, la premisa no cambiaría tanto: la exagerada naturaleza de Chile podía hablar por sí misma, pero quizá valía la pena el atrevimiento de acompañar verbalmente las postales de Putre o la Antártica. Y este desafío, se logra inmejorablemente mediante las voces del actor Jaime Vadell y, en la mayoría de las doce temporadas, de su colega y ex parlamentario Roberto Poblete. Una narración contenida, cercana, nostálgica. Una locución que no grita ni se le ocurriría interrumpir la imagen de un navío abandonado, un molino de harina, un faro irreparable o la taquilla de algún cine detenido por el último terremoto. La escueta musicalización, en tanto, queda ocasionalmente a cargo de Horacio Salinas, pero sobre todo de bandurrias, cormoranes, rieles, olas, cochayuyeros, alfareros, ríos por supuesto, chanchos guaguas, silbatos de trenes patagónicos y bastantes remos en el agua.
Bandurrias, cormoranes, rieles, olas, cochayuyeros, alfareros, ríos por supuesto, chanchos guaguas, silbatos de trenes patagónico
La cámara, regularmente, confía en planos secuencias y rostros detenido por cinco o incluso diez segundos: un cura italiano-aysenino yéndose por un ondulante camino de zarzamoras, un buzo escafandra de Rolecha armándose con una mezcla de orgullo y resignación. Y esta paleta de videos desprende una luz —¿un aura?— tan íntima como paralizante. Un clonazepam que aturde, compunge, pero a la vez despierta una delicada alegría. O tristeza. Corren las mañanas de un profesor primario en la isla Butachauques, o un melancólico y frenado almuerzo entre colonos de Llanquihue, y pasado el remezón dulce, solo queda el asombro cálido y la misteriosa sensación de vergüenza o intrascendencia. Algo dificilísimo de explicar y de seguro injusto a la hora de preguntarnos o culpabilizarnos.
Acostumbrados a programas de viaje tironeados por animadores hiperactivos, histéricos y egocéntricos, Al sur del mundo se esfuerza plácidamente en lo contrario: en desaparecer de la cámara y darle el micrófono a los embates de acantilados o tundras, y con la misma deferencia, a una calavera de un huemul en el valle de Yakshal o a una locutora radial de Añihué encargada de dar recados cotidianos («Don Jerónimo Fernández le avisa a doña Leito que no irá en bus sino en lancha, así que, por favor, esperarlo en el río con yunta».)
En estos súbitos meses de confinamiento —y cuando las redes sociales piden astutamente el retorno de 31 minutos a la tele abierta—, no sería descabellado pedir un capítulo diario de Al sur del mundo para amortiguar los pálpitos vitales. En medio de la incertidumbre y la ambivalencia, ¿no sería un buen parecetamol entregarse a la proyección de naturalezas mucho más inmanejables que las microscópicas?