“El fuego crece hacia adentro”.
Damaris Calderón
Mirar un fuego con detención es siempre mirar el fuego, se entra en un tiempo en que uno más que individuo es la especie y por eso en vez de un fuego mira el fuego. El fuego que miramos –la base fosforescente, las llamas al inicio vigorosas y en sus puntas bailarinas, fantasmáticas– es siempre distinto y siempre igual; es probable que ni el cielo haya sido en los tiempos de las cavernas tan parecido al de esta tarde como el fuego al fuego que hoy miramos, fuego de leña, de ramas, de hojas secas.
De fumar extraño sobre todo los fósforos, la llama antes de la primera calada veinte o más veces al día y luego el pequeño palo torciéndose y carbonizándose hasta poco antes de chamuscarme las yemas. Hay desde luego fuegos y fuegos. El hombre ha domesticado e inventado fuegos, algunos peligrosos, los fuegos artificiales y el fuego cruzado o el de gas licuado que azulea, como quien dice falsea, la imagen anaranjada del fuego natural, y hay un fuego basura, de nylon, tóxico. Presencié de niño el incendio de una juguetería inmensa en el tercer piso de un centro comercial y el humo negro y el olor apestoso me dieron una idea cabal de que lo que se quemaba, los juguetes y disfraces, era veneno en potencia, una bomba lenta, no tan lenta.
En cambio el fuego que se alimenta de lo natural o lo orgánico es otra cosa; en una quema de pastizales o en un fogón de campo los olores de la tierra, como al regar, pero de otro modo, brotan lujuriosamente y uno mismo es boldo quemado, polvo o trumao ardiente, humo espeso de ramas aún verdes que ahogan o más bien demoran las llamas, y sin justificarlo puede uno explicarse el apetito de destrucción de criminales pirómanos, a veces brigadistas ellos mismos, que devastan hectáreas de verde con tal de acceder a su objeto de deseo, la tierra y los bosques ardiendo, porque hay un olor y un sonido, un crepitar de la corteza y la maleza en llamas que son irremplazables.
Yo me quedo con fogones y chimeneas y para el final la cremación. Mirando el fuego me conecto conmigo mismo en la chimenea de mi abuelo antes de los diez años, fuego en el que siempre imaginaba incendios como el que vería años después en la juguetería del Apumanque, incendios que yo extinguía o más bien incrementaba, dependía del día y el ánimo, moviendo troncos, ramas, brasas y metiendo diario arrugado a discreción, y ese fuego que veía crecer concentraba mi mirada como creo que tantas veces ha de haberla concentrado desde ojos cavernícolas, tal vez porque más allá o más acá de todo siempre hemos sido y seremos lo mismo, hijos de la tierra, lava, chispas y cenizas o quizás la brasa misma de un magma que nunca conoceremos como testigos pero del que un día formaremos o volveremos más bien a formar parte.