1. Conocí la historia de estos dos profesores cuando todavía era estudiante. Se dice que tenían una placa de bronce clavada a uno de los anaqueles de su oficina. Restaurada y brillante sobre la madera se leía: “Prizefighting”. Ese rectángulo radiante gobernaba con su pulcritud el espacio, más cuadrado, pero menos solemne. Aunque se percibían algunos lomos de libros, llamaban más la atención las cajas blancas afirmadas por elásticos, distribuidas (ascéticas) alrededor del escritorio azul y la mesa esquinada. Había una atmósfera entre marcial y religiosa, como un cuadro del movimiento De Stijl. Pero toda descripción sería —cuando uno ata cabos— demasiado parcial o derechamente injusta.
Dicen que los alumnos entraban con parsimonia excesiva pero irreprochable. La imponía el entorno demasiado calculado y grave. No había —evidentemente— ninguna reverencia, pero esa sensación vaga de seriedad y melancolía, esa luz tenue evaporándose por la ventana entornada como un respiro místico, ejercía algo parecido a una presión en las visitas, que los incomodaba al entrar y que, después de unos minutos, los empujaba fuera.
Vestían pantalones de tela y camisas de color. Entre ellos tenían —se dice— un tipo de comunicación casi telepática. Uno decía el nombre del otro, lo acompañaba de una mueca amenazadora pero muy breve, y ya estaba. El otro respondía con un murmullo extravagante o con un contorneo de la cabeza. Se dice que todavía viven.
Uno de ellos (el más locuaz) repetía sin cesar un texto de Julio Cortázar: «…el infierno sería la repetición de nuestras horas más felices, sutilmente corrompidas, ajadas, insoportablemente vistas del revés, y sin poder olvidar el anverso. Algo como los amigos íntimos cuando se los encuentra después de una larga ausencia…»
¿Por qué los despidieron? Dicen que, después de las clases, los encontraron peleando de una forma sorprendente: se arrellanaban en sus sillas, meditaban un poco, y luego exprimían el lenguaje con los más chocantes y violentos insultos, utilizando sin pudor sus confesiones mutuas, humillándose, inmisericordes, pero estáticos y, de cierta manera, sobrios.
Después de una hora se ponían de pie, se estrechaban las manos, simulaban un abrazo y cada uno partía por su lado.
2. Hace más de una década, un amigo novelista concibió la idea de escribir sobre la infancia de Pablo Neruda. Investigó profusamente. Y un día cualquiera nos regaló unos cuadernillos empastados con algunos cientos de páginas preliminares de la novela. Estaba entregado a la tarea de rescatar el proceso del poeta, la formación, la maduración constante y silenciosa, la sinuosidad que enhebra la palabra y la vida en el carácter de un artista.
Aunque la novela no prosperó, TVN compró la idea y desarrolló una miniserie a partir de “la poética” central del proyecto. Mi hermano y yo la vimos de principio a fin. Cada vez que aparecían los créditos, nos mirábamos satisfechos, apuntando a la pantalla con entusiasmo y provincianismo ejemplar.
Y así como llegó se fue. Aunque hay una escena memorable. Rodolfo, el hermano de Neruda, tenía tantas inquietudes artísticas como el poeta. Su vocación: el canto lírico. Pero fue acosado —igual que el omnívoro escritor— por un padre adusto. La escena en cuestión muestra el retorno de Neruda a Parral y su reencuentro con Rodolfo después de algunos años. Neruda le pregunta por el progreso en el canto y Rodolfo le responde que lo ha dejado y que ahora tiene un kiosko, o algo por el estilo. Está casado, tiene hijos. Más allá de la falsa dicotomía entre una vida entregada al arte o una entregada a la familia, el momento trágico estaba resumido en la disposición dubitativa de Rodolfo antes de responder, en la manera en que miraba de soslayo, escondiéndose detrás de una inclinación sutil de los ojos. Tenía hundidos los codos sobre el mantel limpio, las manos tullidas bajo una cuchara. Hasta la luz del comedor le pesaba en la cabeza y en los hombros, densa, turbia y amarga. Nos miramos con mi hermano. En ese momento no había en la serie ni un Neruda ni un Rodolfo para nosotros: solo dos hermanos. Uno que prosperaba y uno atrofiado. Nos vimos expuestos a ese posible dolor del futuro. No supimos qué decir.
3. “Javert desorientado”. Así se llama el libro cuarto de la quinta parte de la novela “Los miserables”. Es un pasaje estremecedor. Este hombre hosco y enjuto llega a su fin. Persigue a Jean Valjan con obcecación, apegado a la ley hasta —en cierto modo— ser engullido por ella. Como dice el narrador, si Valjan es cautivo de la ley, Javert es su esclavo.
El hombre es conciso, huraño e impenetrable, aunque la ley lo traspasa como un metal en las coyunturas y en la médula. Su actitud formal hasta la hostilidad es dibujada por Víctor Hugo con una penetración que, aunque intensa, no llega a ser grotesca. Este hombre solemne está apasionado por algo que ignora. Encandilado más que lúcido, su obsesión con la ley lo ha vuelto —paradójicamente— injusto.
En estas pocas páginas de la novela se concentra el desenlace de una vida miserable. Javert está perplejo ante una dimensión de la realidad para la cual no tiene categorías que puedan explicarla y donde la justicia —al menos como la conoce— queda vacía. Valjan le perdona la vida a Javert y le da la opción de encarcelarlo definitivamente, deshaciendo el nudo que los oprime. Llegada la hora, Javert también perdona a Valjan y queda sujeto a unas fuerzas desconocidas: «El destino tiene ciertas extremidades perpendiculares a lo imposible, más allá de las cuales la vida no es más que un precipicio. Javert estaba en una de esas extremidades».
Gustavo Varela escribió a propósito del boxeador Nicolino Locche: «El tomar conciencia de la propia miseria es la peor herida que alguien puede producir en su rival». Aunque a Valjan lo moviliza el amor, parece que esta idea describe con bastante exactitud la convulsión interior de Javert. Su incertidumbre. Los seres humanos cambiamos, a veces dramáticamente. A veces alguien, amigo o rival, a través del amor o de la furia, nos hace entrar y ver una parte de esta miseria acumulada como légamo. Un río denso que recorre lentamente la memoria. Un agua áspera y fría que agita a las sombras que se hunden en ella, como la del policía, ciego adentro de la corriente.
4. Llega poco antes del mediodía. Se desnuda, deja la ropa colgando de la silla y sube con delicadeza a la mesa amarilla del pintor. Tiene poco dinero y el que tiene lo usa para pagarle a la mujer. El artista dibuja con sanguina o carboncillo, deja caer el polvillo sobre el suelo, reconoce la fricción de los materiales entre los dedos, al principio evidentes y sólidos como un cuerpo, y luego volátiles, mudos. La luz es líquida. Y ellos mismos flotan en esa corriente sincopada. Afuera el mundo no se mueve.
El itinerario no cambia durante meses, hasta que su economía colapsa y no tiene cómo pagarle a la modelo. Le pide, expresivo como es su costumbre, que no asista a la casa hasta nuevo aviso.
Cuando Van Gogh la ve entrar por la puerta, caminando con ese paso irregular, alarga sus brazos y la reprende agitado, con lágrimas en los ojos. La mujer, ahora vestida, lo mira lentamente y, antes de responder, desarma la bolsa de tela que lleva colgando en una mano. No iba a modelar, como se lo había advertido el pintor. Le preocupaba que Van Gogh no tuviera alimento: en la bolsa de tela traía papas y porotos verdes.
“Estas son las cosas por las que vale la pena vivir” le escribió entonces a su hermano Théo.