1. Soñé con la Señorita Nieves. Dos veces. Sólo vi su cara. Pero definido cada contorno, claro y evidente cada gesto de su semblante solemne como la cordillera. Era dogmática. Pero su voz tenía una dulzura inesperada tras los primeros acordes de su tono metálico y directo.
Fue mi profesora de castellano desde tercero hasta sexto básico. Era una mujer fuerte, locuaz, y a la vez solitaria de algún modo vago, encadenada a un oasis inestable, que partía en su sala de clases –con un helecho colgante sobre la estantería opaca– y llegaba hasta su lenguaje intenso, casi redentor. Era católica de una manera radical. No consideraba su fe un artilugio, un malabarismo conceptual o un peldaño metafísico. Era real y la comprometía entera. La educación, por otra parte, era para ella una coda de esa fe.
Cometió errores, pero se aferró (y nos obligó a hacer lo mismo) a sus aciertos. No sé si pidió perdón. Pero supo un día esto: a varios de nosotros nos postularían al Instituto Nacional, el primer “foco de luz de la nación”. Ella tomó el asunto en sus manos y nos dio clases particulares, diseñó guías de estudio e involucró a su hijo menor que, ducho en la música y en el dibujo, también era un excelente matemático.
Fue una profesora extraordinaria. La despidieron del colegio un par de años después. Su carácter rígido y seguro hasta la soberbia, chocó con los inspectores de la época. No estuvo dispuesta a aprender nada más ni a aceptar un trato condescendiente. Cuando la vi en esa época, me contó –mientras me servía un vaso de jugo helado– que una imagen la agobiaba cuando dormía: pasaba (de memoria) la lista de nuestro curso, y a medida que se acercaba a los últimos apellidos, mientras decía “Urrutia” o “Zumaeta”, el corazón le mascaba las letras y lo que era un sueño pasaba a retorcerse como una pesadilla. Despertaba gritando ese último nombre que no recuerdo.
2. Leo de Pierre Manent su ensayo sobre Tocqueville. Dice Manent, refiriéndose a las sociedades democráticas: «En estas sociedades, la imaginación hace que cada persona se identifique con el otro con una fuerza que derrumba las fronteras de clase y las que erige la guerra misma». La igualdad, que Tocqueville consideraba el “hecho generador” de la democracia, reconoce un origen natural: que pertenecemos a la misma especie. Sobre la base de esta igualdad germina nuestro sentido (político) de semejanza, y así como nos identificamos mutuamente, también evitamos influir sobre otros tanto como padecer su influencia, para proteger esta igualdad. Esta tarea doble nos vuelve individualistas (no egoístas), vale decir, sujetos que se repliegan en sus propios mundos y sueños, privatizando las convicciones que, por su propia esencia y proyección, llevan dentro de sí un poder coercitivo que resultaría perjudicial para el andamiaje recién descrito.
Entre las múltiples paradojas a las que dan lugar estos presupuestos, la tensión entre la semejanza y la singularidad me hizo recordar el poema “Los penitenciales” de Humberto Díaz-Casanueva. Publicado originalmente en 1960, su título hace referencia a un conjunto de salmos del Antiguo Testamento. Y la idea de la “semejanza” no solo es cíclica en el poema, sino que le resulta constitutiva. De muestra un botón: «Me han separado de mi / desnudez / Me han esparcido para / medirme / Me han retratado en las / aguas / todo ha sido trastornar / la / Semejanza». La versificación es dispersa, rota, irregular, y desde la inquietud formal y sicológica hay una voz que persigue y reclama a su semejanza (¿Alguna relación con el poema de Pound: “Siento nostalgia de mi propia especie”?). La falta de integridad de esta voz, su dispersión visual y melódica, la vuelven demasiado singular (apartada) como para encontrar semejanza con algo, desafiando así el presupuesto tocquevilliano. Pero al mismo tiempo, su desnudez y quebranto, la “fragmentación cuantitativa” del texto, nos hacen preguntarnos si no somos todos semejantes ahora, precisamente, en nuestro vacío y deterioro, en nuestra falta de semejanza.
3. Durante diciembre del año pasado, el sitio MUBI puso a disposición de sus suscriptores la película “Alemania, año cero” de Rossellini, la última de su clásica trilogía, compuesta también por “Roma, ciudad abierta” y “Paisá”.
Esta es la historia de Edmund Koeler, un niño que recorre el Berlín desolado y ruinoso de la posguerra. Rossellini puso su atención en los escombros de la Alemania nazi, lo que ya constituye una vigente audacia. Sin embargo, la tensión narrativa parece ubicada entre los adultos y los niños que habitan este paisaje residual, evocador de unos versos de Giorgos Seferis: «…en el país que se disgregó que no tiene consistencia / en el país que alguna vez fue nuestro / se hunden las islas moho ceniza».
El panorama espiritual es escoria, viscosidad y desecho. Los niños están solos, afuera. En la calle. Visualmente, el espacio público, descascarado y derruido, es el paisaje para los niños, mientras que los adultos se han replegado a sus minúsculas y opacas habitaciones, lobreguez que en el trayecto de la película queda remarcada con un “corte de luz”. El niño Edmund es dejado en las manos de las ruinas y de otros niños, de su edad o un poco mayores, lo que me recuerda ese famoso texto de Hannah Arendt sobre la crisis en la educación: «… el resultado es que se desterró a los niños, por decirlo así, del mundo de los mayores; es decir, que quedaron librados a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio grupo contra el cual, a causa de la superioridad numérica, no se pueden rebelar, con el cual, por ser niños, no pueden razonar, y del cual no pueden apartarse para ir a otro mundo, porque el de los adultos está cerrado para ellos».
El coraje aquí es un escupitajo que, además, se lanza tardíamente. El hermano de Edmund se hace el lindo cuando las fichas están todas jugadas. Cerca del horrible desenlace, Karl-Heinz le recuerda a su hermano menor que es solo un niño. ¡Vaya ironía!, antes lo dejó envenenarse a la intemperie.
¿Qué podríamos decir? ¿Es solo el clima agonizante de una guerra?
4. El último petitorio estudiantil incluía: respetar el derecho de los alumnos a mantener las cámaras apagadas. Aducían presión, hostigamiento y algo así como una verborrea coactiva de parte de los profesores.
Muchos alumnos –evidentemente– tienen sólidas razones para mantener apagada la cámara. Pero de pronto, en esta Universidad, la condición particular devino causa colectiva, ergo derecho, ergo petitorio. Y así –en un abrir y cerra de ojos– se zanjó un asunto que había sido motivo de tensiones a lo largo de todo el 2020. ¿Qué será del próximo año?
Encender “una sola” cámara implicó –en distintas medidas–, abrir parte del espacio privado, con repercusiones eventualmente insanas. Acá una: el que solo se ubica como espectador, es inmune a la semejanza; queda expuesto no solo a un tipo de pasividad televisiva, sino también al potencial inquisidor y morboso del que está fuera de los marcos de la relación. Es como sacar a Velázquez de “Las meninas”.
5. Ya es cuatro de enero. ¿Quién lo diría? El calor, la política, los libros de este año, las palabras que serán dichas. Las palabras que se perderán. ¿Vacaciones? Alumnos antiguos y alumnos nuevos. Generación va y generación viene. Para el pesimismo intermitente de Geoffrey Hill «Los días / de la semana son siete fosas».
Que sea refutado.