Cuenta Gonzalo Justiniano que días antes del estreno de Amnesia, en 1994, un funcionario del Ministerio de Justicia le pidió aplazar indefinidamente el lanzamiento de la película. No aportaba a la unidad del país, le dijo. Removía imprudentemente el clima que como gobierno se empeñaban en no remover. Frei Ruiz Tagle acababa de asumir en marzo, El Mercurio seguía hablando de «presuntos desaparecidos», el asesinato de Orlando Letelier estaba por sentenciarse y Punta Peuco por inaugurarse con Espinoza y Contreras. Pinochet, en tanto, se mantenía en la comandancia y, un año antes, en mayo de 1993, se había encerrado con oficiales y boinas negras a doscientos metros de La Moneda presionando al gobierno de Aylwin para que no se reabriera el caso de los cheques entre él y su hijo. En esta oportunidad, Aylwin decidía ceder una vez más ante los «pinocheques» (ya lo había hecho en 1990 ante el desconcertante «ejercicio de enlace») y, poco tiempo después, Frei terminaría ordenando cerrar el caso por razones de Estado. Pero volvamos al 94: Justiniano no desistió ante los telefonazos y consiguió estrenar una noche de junio. Los hombres del ministerio, por su parte, no pudieron encontrar una manera decorosa de impedir que corriera una película que —en época de calculada y aterrorizada mesura— hablaba de torturadores, torturados, desaparecidos y, claro, precisamente de justicia. O venganzas.
Justiniano no desistió ante los telefonazos y consiguió estrenar Amnesia una noche de junio de 1994.
El ex soldado Ramírez —interpretado por Pedro Vicuña— divisa en una calle de Valparaíso a su ex sargento Zúñiga que ahora deambula con un nombre falso. Después de buscarlo brevemente, ambos terminan en un restaurante rememorando —y olvidando— sus últimas décadas. Zúñiga, acaso el mejor Julio Jung en el cine antes de Coronación (2000), había estado a cargo de Ramírez en un campo de prisioneros políticos en el desierto. El montaje rápidamente confía en los raccontos al desierto para volver una y otra vez a la mesa en Valparaíso. Así, en los dos planos de tiempo se devela la evolución sicológica de Ramírez, quien pasa de ser un sumiso e inseguro soldado del pasado a un estratégico vengador del presente: un sobreviviente movilizado por la culpa y el anhelo de una redención imposible.
En el pasado, Zúñiga humilla constantemente a un cohibido Ramírez y lo obliga con una pistola en la cara a mancharse con sangre. Las vueltas al desierto resultan oníricas, fantasmales, borroneadas. Aparece la demencia del capitán a cargo (Nelson Villagra), el desconcierto y resignación de las prisioneras (Marcela Osorio y Myriam Palacios), el lúcido desprendimiento de un poeta español (José Martín) y, sobre todo, la inmensidad silente de Atacama que, como observa Zúñiga, permite albergar cuerpos quemados sin tumbas ni rastros meridianos. A Ramírez no le queda más que obedecer, pero cuando le toca enterrar prisioneros se enfrenta a una realidad impensada que retribuye con pánico o clemencia. Entre los fusilados hay un sobreviviente que debe ser rematado (José Secall). Y, siete años antes de la publicación de Soldados de Salamina, la historia lo deja escapar a campo traviesa ante la mirada atemorizada de otro joven militar. Dos décadas después, cuando los soldados empoderados de antaño deben alterar sus identidades, este prisionero no ejecutado terminará siendo el cabo suelto y la bisagra de un ciclo irremediable. En una escena clave, Zúñiga le aconseja a Ramírez bloquear de la memoria las escenas del pasado que les hacen daño y convivir únicamente con las zonas del recuerdo luminosas y funcionales. Una «amnesia controlada», redondea. Y ya ante la ventosa noche del puerto, le pregunta a Ramírez si ha visto en la televisión cómo los mismos líderes que los guiaban —el poder militar, político y empresarial— posaban ahora junto a los mismos que les tocaba exterminar.
Amnesia dibuja un contexto noventero espinoso, escalofriante, aparentemente dormido.
A más de dos décadas de su estreno, Amnesia tiene el mérito de haber advertido, en medio del horno, la latencia de una de las encrucijadas políticas más definitivas —y vívidas— de nuestra historia reciente: la abyección de los pactos de silencio y los insostenibles discursos de reconciliación. El guion del habilidoso Gustavo Frías y el mismo Justiniano —pareja que esta vez se aleja de la precariedad y el desamparo mostrado en Caluga o Menta—, dibuja un contexto noventero espinoso, escalofriante, aparentemente dormido y donde las responsabilidades políticas y civiles debían encubrirse para cimentar una imprecisa entereza gubernamental.