«Un poco de humor siempre es bienvenido. Si fuésemos tan rápidos en Chile como lo somos para los memes, ya tendríamos la vacuna del #coronavirus». Palabras y hashtag que Evelyn Matthei posteó tras ver el meme del puma que hace poco pululó en Santiago siendo rescatado por ella, ella que en realidad era He-Man. Ha habido pumas más terribles en Chile y He-Man no ha dicho nada, pero rescato de su posteo la valoración del humor en tiempos duros.
El humor es ligereza que ayuda a distender, una vía no dramática de resignación, de aceptación de la precariedad: la risa como una forma de la felicidad porque, como dijera el inmenso Hermann Broch, gran atormentado por los horrores del siglo XX, “incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”.
Junto a los piojos, la concepción economicista del mundo debe ser una de las cosas más duras de quitarse de encima.
***
Son tiempos intensos, en las calles no se ve nada pero en sus sucedáneos, las redes, se ve de todo. Desde luego mucha odiosidad, pero también el humor catártico, que ha vuelto a ocupar el lugar central que la corrección y la satisfacción discursiva le venían mezquinando. Hay un meme en que aparece un viejo hablándole en el futuro a un nieto y contándole que en 2020 la humanidad las vio negras peleando contra la extinción con que la amenazaba un virus. “¿Y tú qué hacías, abuelo?”, le pregunta el nieto. “Le mandaba memes a mis amigos”. En sí mismo es un meme, pero bien mirado el abuelo no hacía poca cosa. Conjuraba el nerviosismo y la angustia, le bajaba la temperatura, para decirlo en términos ad hoc, al ambiente emocional de las personas encerradas.
Cuánta gente se rio con ganas, por ejemplo, la primera semana de cuarentena en Chile con el video-meme de una gomita masticable cantando un conocido tema de Adele mientras cientos de gomitas formadas como público norcoreano la corean con fanatismo surcoreano. Generó catarsis exponiendo lo que el ser humano es capaz de hacer cuando tiene tiempo ocioso y cuando, de golpe y porrazo, recuerda que es ante todo un ser solitario y mortal. Porque eso ha pasado en el mundo este mes. La muerte ha extendido urbi et orbi un cordial recordatorio de su poderío. Ha vuelto al primer plano, del que en rigor mortis nunca ha salido.
***
No es ni será nunca lo mismo un humorista, un carácter cómico, que un simple payaso, sujeto odioso que se mueve entre la burla, el desatino y la gracia forzada. Por eso el payaso al final siempre irrita, lo cual quedó fotográficamente demostrado el viernes pasado a los pies de la estatua del general Baquedano.
***
Es tiempo de encierro. Encierro e incomunicación que evidencian el valor del ocio. Teletrabajo sí pero teletrabajólicos no, porque eso indicaría que este país está de patio y no ha entendido nada. Es etapa de pausa, de ocio y reflexión, de tiempo derrochado, esa maravilla que da pie a memes y videos divertidos pero también propicia repensarlo todo, partiendo por la propia vida y la relación con el mundo, con la naturaleza y con los otros.
La muerte ha extendido urbi et orbi un cordial recordatorio de su poderío. Y el humor catártico ha vuelto a ocupar el lugar central que la corrección y la satisfacción discursiva le venían mezquinando.
Estamos en una pausa que inquieta y angustia, pero que por otra parte a muchos los tiene sumidos en una rara dicha, como en el colegio cualquier corte de la continuidad alegraba la niñez. Hay un poema de Jaime Gil de Biedma donde intenta formular su experiencia de la guerra siendo niño: “Fueron, probablemente, los años más felices de mi vida”, escribe. Incómoda pero verídica paradoja. Hay gente muriendo y gente que morirá o lo pasará muy mal, las camas de los hospitales de campaña intimidan, la injusticia sobresale, pero hay también un estado de excepción necesario, que hace estragos pero también hace bien.
Nadie lo vio venir. Pero iba a venir. Tenía que venir. No podía sino venir. Una gran pausa, que ojalá no sea un stop ni un the end. Sí un rewind, un volver pero muy atrás, no a lo inmediato sino a lo que ya parecía remoto, un regreso a lo básico. Un desacelerase en serio. Un despiojarse de tanta productividad y del tan poco sentido que hay en ella cuando se descontrola y genera un crecer por crecer por crecer. Nadie dice que haya que descuidar la economía o desatender los precarios equilibrios que dan agilidad a las finanzas y comida a la gente, pero tampoco se trata de reverenciar al Dios del Imacec, al mercado como la religión de nuestro tiempo. Difícil cambio, en todo caso, porque, junto a los piojos, la concepción economicista del mundo debe ser una de las cosas más duras de quitarse de encima. Si no, cómo se explican las isapres queriendo subir precios entre un estallido y una pandemia.
No es lo mismo un carácter cómico que un simple payaso, que siempre irrita, lo cual quedó fotográficamente demostrado el viernes a los pies de la estatua del general Baquedano.
***
Se recomienda por todas partes la lectura para estos días. Me imagino que el deportista puro, el primera línea y el ratón discotequero están que cortan las huinchas, desesperados cuando netflix ya les quema los ojos. Qué hacer, se preguntarán. Es una vieja pregunta filosófica. No hay presupuestos para ella. Pero es ineludible. Y hoy se impone en el horizonte mundial. Por eso incluso entre lectores asiduos la lectura es más que nada una utopía porque estos días comportan una dosis de ansiedad que dificulta ese leer de corrido que el encierro, en otro contexto, propiciaría, y sólo la música y la poesía se revelan como lo que son: esenciales, formas ideales para este brote de desasosiego, para estos tiempos largos pero entrecortados donde, bien mirado, estamos en óptimas condiciones para nada. O mejor: para quedarnos con nosotros mismos y hacer cuarentena, que en el fondo consiste en aplicar solidaria y preventivamente, y al pie de la letra, el viejo consejo de una famosa bebida mala: haz todo, haz nada.