Una palabra esdrújula que me exaspera: “rúbrica”. Curioso, porque en el pasado la amé. Su etimología (ruber) significa “rojo” y con ella se aludió hace mucho a los símbolos tipográficos que, en ese color, marcaban las separaciones entre párrafos de los códices miniados y de los incunables. Los especialistas anglos los llaman hoy “pilcrow” y los hispanos “calderón”.
Se nos enseña que los “calderones” tuvieron una función, en primer lugar, práctica. Ante lo oneroso del papel, cualquier ahorro era significativo. Por eso se evitaba señalizar el cambio de un párrafo a otro, como hacemos hoy, dejando espacios en blanco que, en la suma total, equivaldrían a decenas de páginas desaprovechadas. Mejor llenar de líneas de texto de arriba abajo y, cuando era necesario, poner un signo rojo entre el fin de un párrafo y el comienzo de otro. La composición era, en efecto, promiscua, pero comedida en el uso del papel.
Dicho esto ¿a quién se le ocurrió llamar así a las plantillas que un profesor ocupa para evaluar el trabajo de sus alumnos? Qué uniformidad más filistea la de esas celdas tan precisas y obvias donde un docente escribe parámetros, niveles de logros, números, notas probables. Hay una ciencia de las “rúbricas” ante cuya hegemonía sucumben, con escasa dignidad creo yo, otros de los artefactos etiquetados como “instrumentos de evaluación”. Hace años vistos como una gripe inofensiva en los círculos universitarios, hoy son más bien un virus ubicuo y letal. En especial, por supuesto, la “rúbrica”. Para ocupar otra metáfora, digamos que ella es un tipo de burocracia odiosa que inocula el cerebro con monotonía y lentitud. Y no hay, al final, modos de escapar a su letargo.
Si detallamos su estructura diremos que la “rúbrica” está compuesta, como cualquier tabla de Word o de Excel, por “filas” y “columnas”. Las catacresis acá mezcladas con la sensibilidad de John Rambo. La “fila” puede aludir a la formación militar y la “columna” a la arquitectura clásica. Un híbrido que quizá sintetiza bien el tenor de nuestras aspiraciones académicas.
Al páramo de las “rúbricas” le corresponde apenas un fragmento, a la vez muy accesorio, de nuestra existencia académica. Es un desierto intelectual que se percibe estrecho, a veces tan minúsculo y pasajero, que hasta la producción artística parece todavía incapaz de revertir o al menos denunciar su poder cegador. Minimiza su daño escondiéndose detrás de su aparente virtud o de su jactanciosa insignificancia. ¿Deberíamos dedicar doctorados, experimentos científicos, escribir novelas, églogas o sextinas para desbaratar o al menos develar su condición? ¿Bastaría con estudiar sus premisas, demostrar sus vicios, desmantelar los dogmas que la sustentan para redimir a nuestros colegios y universidades? Las “rúbricas” no tienen nada de amables y esto explica quizá la afectación de los expertos que nos enseñan a utilizarlas. Recuerdo con asombro que antes de una jornada de adoctrinamiento, una colega —agradable, radiante— nos enseñó a respirar. Era un rodeo místico antes de que a uno lo aplastaran contra esta mampostería ineludible que son las “rúbricas”. Mira a tu vecino, nos decía, descansa, ahora mira en tu interior, sumérgete preciosa, sumérgete precioso, respira.
Aunque familiar para profesores de casi cualquier contexto, es probable que las “rúbricas” sean desconocidas entre ciudadanos de otra esfera, y por eso ellas corresponden al género de artimañas cuyo peligro se diagnostica bien gracias a su pretendida intrascendencia. Piénsese: las “rúbricas” no han sido blanco de ningún movimiento estudiantil. La palabra emancipación ha brillado por su ausencia aquí donde se la necesita. Los lectores de Paulo Freire ¿qué están haciendo? ¿rúbricas? En fin. Si nuestros más encumbrados activistas de colegios o universidades desistieran (un rato al menos) de las obsesiones que desembocan en sus petitorios (desde kioskos de comida vegana hasta llaves inglesas y bombines para las bicicletas) y vaciaran la vehemencia sobre las “rúbricas”, otro gallo cantaría en este país inconcluso.
Cada cierto tiempo toda persona informada, todo activista preocupado por la nación, se encienden en contra del reparto de becas; de la bibliografía de un curso de introducción a la introducción; del sistema de admisión universitaria o de la halitosis cognitiva de los docentes. Pero, otra vez, la “rúbrica” es impermeable, invisible a esta rabia. La agencia política aquí se demuestra —aunque se ofrezca agitada por las minorías oprimidas— siempre dispuesta hacia una trascendencia de amplio alcance. Por eso puede emocionar al inicio. De hecho, puede engañar con astucia. Y aunque termine decepcionando, como toda buena obra de teatro, marca, confunde y predispone aun después de que el telón ha caído. El problema, por supuesto, es el análisis. Con las “rúbricas” no se pueda montar un espectáculo político y sin ellas no se puede elaborar un diagnóstico genuino. Por eso nuestras formas contemporáneas de indignación, aun siendo particulares en origen tienden a ser universales en sus objetivos. Los que no quieren escuchar más discos de Luis Jara, por ejemplo, aun reconociendo lo singular (casi privado) de sus convicciones, tenderán en algún minuto a la coacción deliberada, convenciéndonos del hecho de que escuchar a Luis Jara produce o sostiene algún tipo de injusticia cósmica. Semejante injusticia puede defenderse mediante un trabajo estético. ¿Cómo hacer de lo micro algo macro? Con herramientas estéticas. ¿Por qué, entonces, no acabamos con las “rúbricas” reconociendo en ellas tantos males juntos? Precisamente porque quien las concibió hizo el trabajo inverso: convirtió lo macro en algo micro y así las volvió invisibles a los ojos de los alguaciles contemporáneos.
Pascal Quignard dice que «A los antiguos chinos les gustaba decir: “La música de una época informa acerca del estado del Estado”». Pero qué iban a saber Quignard o los chinos de “rúbricas”. No conozco un detrito cultural más relevante que las “rúbricas” para informar acerca del estado del Estado. Aunque se nos describa como un medio es en realidad un fin. Aunque parezca subordinada a los contenidos, a la libertad de cátedra o a las aspiraciones e inquietudes de los profesores, son ellos los que están atrapados en este recurso administrativo que abarca poco, pero aprieta, en definitiva, mucho.