Se parecía a Marcelo de Cachureos y se había acostado con su cuñada.
Hace años. Como suelen pasar los hechos terribles. Nunca se borran. Puede que yo fuera casi un adolescente y la curiosidad perversa ya se había instalado en mi cabeza. No sé si ya habían instalado el semáforo en General Velásquez o todavía había que cruzar a la mala, arriesgando la vida. Es probable que todo eso, lo del hombre parecido a Marcelo, haya pasado después del choque de la micro Avenida Matta con la carreta tirada por caballos. Tiene que haber sido después porque cuando sucedió eso yo efectivamente era un niño y escuché el relato de alguien que también era un niño y que al parecer se acercó a lugar de la tragedia y vio la micro con fruta en el suelo. Eso dijo, que había entrado fruta a la micro por una ventana que se rompió. Mi madre también dijo algo. Sobre los hombres que tripulaban la carreta. Los vieron volar antes de impactar en el cemento. Nadie habló de muertos. Pero los hubo. Los de la carreta tienen que haber muerto ahí mismo. Ustedes se imaginan. Había peligro por doquier. Como no había semáforo era necesario cruzar corriendo. Todavía circulaban carretas tiradas por caballos. Y a mí todo eso me daba miedo. Mi hermano era más valiente. Una vez se devolvió desde la vereda del frente para ayudarme a cruzar. Debe haberme considerado un pelotudo.
Cuando se supo lo de la cuñada ni siquiera había una pasarela. La construyeron antes del mundial de Francia. Celebré ahí un domingo junto a mi amigo Alex la clasificación de Chile. Sé que comimos sanguches de pollo. Y que en la pasarela tomamos combinado. Yo al otro día tenía clases pero en ese tiempo uno no tomaba resguardo alguno y se creía capaz de presentarse en el hospital con resaca y olor a trago y debilidad de cuerpo. Todo junto. Como si tuviera el cuerpo amordazado por las malas decisiones. Las eternas malas decisiones. El trago fuerte un día antes de clases. La obsesión con ciertas relaciones y con ciertos recuerdos malditos.
Lo de Velásquez lo menciono tantas veces porque esta especie de Marcelo detenía su auto en ese lugar donde todavía no se dignaban a instalar un semáforo y ahí recogía muy temprano a su cuñada. Estoy seguro que la llevaba a algún motel en el sur de Santiago donde la poseía de manera compulsiva. Como el cruce era peligroso la gente que lo frecuentaba se volvía todavía más desconfiada y le daba por fijarse en los detalles y en las repeticiones. Un auto se detenía ahí casi de madrugada y una mujer joven -de lejos una muchacha- se subía entusiasmada como si tomara un bus a Valdivia. Se rumoreaba eso. El entusiasmo de la muchacha cuando el auto se detenía. Sus gestos de cariño hacia que el conductor que nadie alcanzaba a divisar. Su entrega enloquecida y toda esa cobardía odiosa y desconsiderada de las mujeres poseídas por el deseo malsano, la envidia, la desesperanza.
Yo conocía a la hija mayor de ese Marcelo. No era mala cabra. Le gustaba organizar juntas en su casa. En las tardes. Cuando sus padres habían salido. Presentaba amigas. En ese sentido era paleteada. Dicen que sufrió mucho cuando supo lo de la tía y el padre. Como yo sólo estaba entusiasmado con las juntas no alcancé a percatarme de su sufrimiento. Los muchachos de esa edad suelen huir de esa clase de escándalos. Se muestran indolentes e interesados. Incluso sacan lo que no es suyo. Por eso muchos terminan en el fracaso o en la delincuencia. E incluso habiéndose mostrado esforzados y responsables en la universidad al final se hacen adictos a la prostitución.
El daño que el hombre hizo fue grande. Esas hermanas, y no lo digo por justificarlo, seguían siendo guapas ya mayores y con hijos. En un vecindario dominado por la pobredumbre y por la teología de la liberación, su belleza aburguesada generaba contradicción. Una especie de anomalía. La familia entera, por lo demás, era orgullosa. Y miradora en menos. Había motivos para odiarlos o para desearles el mal. Pero -y eso es parte de la anomalía- no había manera de evitar a la hija del tal Marcelo ni a sus primos psicópatas. Tampoco de evitar sus cumpleaños, las historias de terror que ahí contaban y las mentiras. Todas esas mentiras sobre el auto que manejaba el padre de los psicópatas, el que tenía la costumbre de no saludar a nadie y que igual le pedía prestada plata a mi padre a final de mes. El mismo que murió años después, cuando chocó ese auto que no era suyo sino de una empresa de transportes y que declaraba como propio.
La clase media siempre ha sido miradora en menos. Por su propia experiencia está liberada de la hipocresía y de la práctica del buenismo propios de las élites progresistas y del cuiquerío vinculado a los jesuitas. Eso le permite la práctica del egoísmo a sus anchas, la desconfianza y todo lo que sea el desprecio por la pobreza. Este ideario aspiracional nunca dejó de practicarse en los años 80. Y hacía que mucha de esta gente -que todavía vivía en las poblaciones y que quizá nunca podría abandonarlas del todo- pudiera sobrevivir con cierta soltura al victimismo del proletariado y a su transitoria asociación con la izquierda combativa.
Quizá esta idea de superioridad a alguna gente le sirviera. Pero a otras no. Dentro de la ambición siempre puede haber más ambición. No fue el caso del hombre parecido a Marcelo un ejemplo de aquello o su experiencia en principio secreta no hace más que ahondar el enigma. Fue el deseo de acceder rápidamente a otra clase (o a lo que más se parecía a este sueño) aquello que lo acercó a esa familia orgullosa. Pensaba acaso, antes de ceder a las demandas de su líbido inagotable, que efectivamente había ahí un recurso efectivo para al menos dejar el barrio, irse a Maipú que en ese tiempo no era fea comuna o quizá jugar a la pelota los fines de semana con gente adelantada. O tenía claro que aparte de la belleza de esas mujeres que no decaía, era poco lo que había ahí para sacar. Una suegra que no era alcohólica. Un concuñado fracasado -cuya madre sí que se emborrachaba en las noches- que trabajaba manejando un auto ajeno y que tenía convencidos a sus hijos de que cierto recinto vacacional ubicado en el pueblo de Hospital era poco menos que un hotel de lujo. O el único hermano de estas mujeres, desempleado eterno, cuya falta de dineros y sus costumbres afectadas le servían de poco para ocultar su homosexualidad.
Quizá Marcelo no pensaba en grande. Y se equivocó pero de una manera confusa. Los familiares de los presos siempre dicen lo mismo. Cometió un error y quien no lo comete. Afuera del Centro de Justicia la frase no deja de repetirse. Pero el lugar común no nos sirve. Es como el territorio vacío que separa la cárcel de Colina del cementerio comunal. Resulta finalmente inútil como todo estas formas de deseo. Puede que a su manera tenga algo de tristeza.