1. Leí La belleza del marido de Anne Carson en la versión que la editorial chilena Bisturí publicó el año pasado. Terminé inquieto. Y no por ser un marido chileno más bien feúcho y filisteo. «La belleza convence», dice un verso. Y vaya que hay algo de cierto: sobre todo cuando se trata de los peldaños del poder y del prestigio. Porque la belleza entre nosotros convence, digámoslo de una buena vez. El feo es marginal por antonomasia. Y por mucho atrevimiento que el feo posea, lo más probable es que un determinismo estético, griego si se quiere, lo condene a la mazmorra del desprecio y del rechazo. El feo es feo y no necesita al oráculo de Delfos para confirmarlo. Los bellos, por otro lado, incitan, atraen, convocan. Cuando los bellos hablan acá en la Universidad, el resto escucha, convencidos de antemano, predispuestos a una confianza ilimitada. El feo, en cambio, debe esforzarse. Camina siempre cuesta arriba en el difícil callejón oscuro de la persuasión. El feo, entonces, se ve obligado a embellecer la lengua, a adornar la frase o producirla con tanta claridad y escrúpulo, para que la belleza de la que carece al menos se manifieste como una representación verbal. Está frito. Por eso prefiero —entre otras razones— la descripción mesiánica que hace el profeta Isaías: «No tiene aspecto hermoso ni majestad / Para que lo miremos, / Ni apariencia para que lo deseemos. / Fue despreciado y desechado de los hombres…». Acá hay otra veta, bien distinta a la nuestra, que de hecho subvierte nuestra escala de valores y taladra nuestro sistema jerárquico.
Pero mi turbación, como dije, no se relaciona con la fealdad, aunque la implica. La inquietud queda resumida en una pregunta: ¿qué es un poema entonces? Charles Simic asegura en una entrevista —a propósito de Carson— que «Las piezas que escribe son siempre interesantes y a menudo brillantes, pero rara vez funcionan como poemas para mí». Sin embargo, alguien dijo (no recuerdo dónde) que la condición moderna del poema sugiere o se funda, precisamente, en la pregunta sobre qué es un poema.
Para reconocer un poema, un verdadero poema, habría que enfrentarse a una cosa que desafía nuestra concepción del poema. Si un poema, según esta idea, sigue reflejando lo que ya entendemos por uno, es un poema que hasta cierto punto ha fracasado. Por eso algunos poetas rehúyen del soneto o de la décima o del romance y les producen arcadas los alejandrinos o la palabra yámbico.
Es curioso todo esto porque si, efectivamente, lo que hace poema a un poema es precisamente su rebeldía ante la identidad, el asunto no atañe ni exclusiva ni primariamente a los poetas sino a los lectores. El tema se enreda aquí porque, más allá de lo lamentable de esta obviedad, los principales lectores de poemas son poetas: buenos, regulares o malos, pero poetas al fin. ¿Qué se hace con semejante circularidad? Es como si en un mundo de feos, donde el bello no existiera, los feos crearan su propia escala de belleza. ¿Lo harían?
2. Para ordenar la producción tipográfica de cinco siglos, los especialistas las organizan de acuerdo con su propósito: unas fuentes existen para ser leídas y otras para ser vistas. Las primeras se ocupan en los textos largos de libros y diarios, mientras que las segundas en logotipos, titulares o encabezados de afiches. Se aviva así un conflicto platónico entre conceptos y visualidad. A lo inmaterial y abstracto de las ideas quedan opuestas las imágenes, caracterizadas por su presencia tangible. De donde se desprende esa vieja concepción que ve “el contenido” como exclusivamente escrito y el adorno como algo puramente visual.
Pero hay que decirlo: las tipografías son imágenes tanto como palabras. Las “tipografías de texto”, aquellas que destacan por su apego a las convenciones y a una pretendida transparencia, niegan su innata visualidad, se sustraen a la vista, reculan de su contorno, se hacen piezas de cristal que nos permiten traspasarlas y llegar a las ideas sin que la visualidad tipográfica sea un escollo. Es lo que hacemos al leer: ignorar el dibujo para relevar la idea. Pero hay otra forma de sadismo que, en vez de la reclusión monacal de la imagen, presupone su extroversión. En este segundo grupo, el de las “tipografías display”, la condición visual debe reafirmarse violentamente, acelerada y lujuriosa, para que lo visto impida durante la mayor cantidad de tiempo posible la emergencia de la idea.
Aunque podrían acumularse otras tantas duplas sobre esta matriz (apolíneo-dionisíaco, moderno-posmoderno, forma-contenido, razón-emoción, etc.), lo cierto es que la singularidad del caso tipográfico quizá consista en que su naturaleza es evidentemente dual: imagen y palabra están anudadas en una misma materia. Por eso hay una especie de violenta manipulación cuando se busca la total invisibilidad o visibilidad del dibujo de una letra. La tipografía es imagen-palabra o palabra-imagen. Tanto las “de texto” como las “display” revelan dos disposiciones coactivas distintas sobre una misma cosa. Una influencia la retrae, la otra —igual de furiosa— la dilata.
Las fuerzas que tironean una fuente en cualquiera de estas direcciones quizá nos sirven de pretexto para mirar de nuevo el mundo de la política, del arte o de la educación. No porque ninguna de estas cosas sea puramente abstracta o visual sino porque es probable que todas ellas estén sujetas a un flujo y a un reflujo entre las mismas dos naturalezas de una fuente.
La frivolidad del show, la performance hueca y altisonante (ya sea en política o en educación) no serían en sí mismas un reflejo de la banalidad que se atribuye a lo visual, sino más bien el resultado de una coacción que violenta un lenguaje en una sola dirección. Por lo cual el problema no sería la imagen sino la fuerza que la empuja y la desvirtúa. ¿A qué propósito sirve esa fuerza? Al impulso evidente que hay detrás de una visualidad deprimida o exaltada, habría que buscarle una autoría y una intención, como el médico que hace un diagnóstico a partir de los síntomas.
A veces nos escandaliza que la educación, el arte o la política ¡incluso la religión! luzcan reducidas a un espectáculo, como un signo no solo de tiempos decadentes sino también de la vacuidad a la que conduce siempre el exceso de estética o de retórica. Pero olvidamos que esa supuesta precariedad del espectáculo bien podría ser consecuencia de una intención, resultado de una fuerza más que de una debilidad: opulencia más que desolación. No una declinación natural sino un proyecto que, aunque fugaz, a alguien le parece redituable.
3. Por alguna extraña razón recordé la primera vez que una persona me dijo “fascista”. Fue una alumna a la que mi trabajo docente le parecía demasiado estricto, metodológicamente hablando. Para llevar a cabo un proyecto, enseñé un recorrido preciso, lo más secuencial y lógico que estaba a mi alcance en ese momento en que todavía no conocía el manual de Hernández-Sampieri. La alumna se espantó. Regurgitó con la mirada cada sentencia, cada paso, cada consideración del trabajo. Casi se retorcía en su asiento. Para ella yo pretendía hacer “soldaditos de plomo” según me confesó después.
La indignaba que una institución como esa (en la que tuve el honor de ser aguantado casi una década) se dedicara a normar los procesos en vez de respetar la libertad de expresión. Para ella, el espacio en que nos encontrábamos solemnemente una vez a la semana carecía, a esa altura, de legitimidad. No miento. La desesperaba con violencia que uno se dedicara (ahí, humildemente) a proponer un —cómo decirlo— ¿método? para algo. Lo que ella creía con suspicacia es que, si la obra era de ella, el método debía pertenecerle también. Aunque tenía algo de sentido, el problema inmediato era resolver el escollo de los profesores y de la enseñanza y bueno, básicamente el tema del ser y la nada ¿no?
Pero no hubo caso. La tensión estaba presente. La alumna no claudicó. Dejó su reclamo sobre la mesa más de alguna vez. No quería profesores sino audiencia. Entendía la educación en términos expresivos en vez de formativos. “Fascista” me dijo. Y yo ahí: humildemente.
4. A propósito de Jorge Teillier, cada cierto tiempo le pregunto, como si estuviera aquí, en la misma pieza que yo: ¿dónde está la “tierra de los lares”? Comento —casi confiado— que Niall Binns dice que el proyecto fracasó. No estoy seguro, continúo, porque leí el libro hace muchos años y lo que pocos revelan, pero habría que decirlo “hic et nunc”, es que uno olvida —salvo algunos genios a los que les cuesta olvidar— lo que lee mientras lo está leyendo. Como dijo un amigo, son las frases (no los libros) los que nos impactan y eventualmente nos cambian. Entonces no me acuerdo si fue exactamente así como lo escribió Binns, pero así lo recuerdo ahora.
La tetera negra. El cajón de los cuchillos con pequeñas espirales de grasa sobre las manillas. Y mi abuelo cuchareando el sartén después de los huevos revueltos. Eso que llaman la vida cotidiana. Y esa clase de vida a veces muestra el filo, una longitud que se extiende o se retrae y que uno, años después, recuerda o inventa que recuerda, como se nos ocurre. La “tierra de los lares” no es ni el residuo de esa vida doméstica o primaria o real. Es la imaginación de una vida para evitar lo incierto y escurridizo que ella tiene. ¿Jorge: estoy divagando?
Toda esa belleza del pasado es una “tierra prometida” a la que no se puede acceder. Un proyecto ilusorio. Inmaterial. Lo más lejos que podemos llegar es al poema que fotografió ese destino imposible. Y no hay peor lugar para residir o del cual enamorarse que el de los reflejos, el de las representaciones.
¿O no Jorge?